Revista Coaching
Escribo esto terminando una semana en la que he cruzado España dos veces. Desde Almería hasta Pamplona y desde Barcelona hasta Tarifa, parando también en Sevilla y Madrid. Ocho sesiones y varios cientos de correos han ocupado mi tiempo.
Desde la ventana de mi hotel de hoy, en Tarifa, gracias a la luna llena puedo ver hacia el oeste la inmensa duna de Valdevaqueros y hacia el sur, al otro lado del mar, las primeras estribaciones montañosas y las primeras ciudades del norte de Africa. Y me acuerdo de una historia beduina que un alférez de complemento me contó en Melilla mientras hacía el servicio militar.
Cuentan que un misionero que llegó a evangelizar Africa decidió que todas las mañanas se daría un paseo por el desierto que comenzaba tras los límites de la ciudad. El primer día encontró a un hombre tumbado sobre la arena, acariciando el suelo y con el oído pegado a tierra. Pensó que se trataba de un loco. Pero cada día volvía a encontrarse la misma escena repetida. Así que decidió dirigirse a él. Se arrodilló a su lado y le dijo:
- ¿Qué está haciendo?
- Hago compañía al desierto. Y lo consuelo por su soledad y sus lágrimas.
- No sabía que el desierto fuese capaz de llorar.
- Sí, llora todos los días, porque sueña con volverse útil para el hombre y transformarse en un inmenso jardín, donde se puedan cultivar flores, plantas y cereales.
- Pues dígale al desierto que él cumple bien su misión -comentó el misionero- porque cuando paseamos cerca de él comprendemos mejor la verdadera dimensión del ser humano, y nos permite ver lo pequeños que somos en medio del universo y antes los ojos de Dios. Sus dunas misteriosas nos ayudan a meditar y al ver el sol naciendo en el horizonte, nuestras almas se llenan de alegría.
El misionero dejó al hombre y volvió a la ciudad. A la mañana siguiente volvió a encontrarlo en el mismo lugar y en la misma posición.
- ¿Ya transmitió al desierto todo lo que le dije?- preguntó.
- Si, pero todavía sigo escuchando sus sollozos. Ahora llora porque pasó miles de años pensando que era completamente inútil, y desperdició todo ese tiempo maldiciendo su destino.
Cuando el misionero volvió por allí al día siguiente ya no encontró al hombre, pero sí que vio que de la arena había brotado un pequeño manantial. Este creció y creció y los habitantes de la ciudad construyeron junto a él un pozo. Los beduinos llaman al lugar "El Pozo de las Lágrimas del Desierto". Dicen que todo aquel que beba su agua conseguirá transformar el motivo de su sufrimiento en la razón de su alegría y terminará encontrando su verdadero destino.
Algo así nos pasa a los humanos. Tenemos una vida muy corta y pasamos muchos días en ella que pensamos que son completamente inútiles. Pocos descubren la razón de su vida y muchos consideran que Dios o el destino ha sido injusto con ellos. Cuando, de pronto, algún acontecimiento les demuestra por qué y para qué han vivido consideran que es demasiado tarde para cambiar de vida y continúan sufriendo, al igual que el desierto, culpándose por el tiempo que perdieron.
Si durante este verano has encontrado tu destino ¿qué vas a hacer durante este curso para no defraudarlo?.