Proliferan en estos últimos días del año las listas y los rankings. Termina década, además, así que se multiplican. Dicen los expertos en internet de ABC que a los usuarios les gustan mucho estas clasificaciones, y es cierto que algunas son curiosas, y casi todas arbitrarias. Acabo de ver una que ha publicado la revista británica «The Stage» con el top ten de los más grandes actores de todos los tiempos. La ganadora ha sido la actriz Judi Dench, y completan la decena Maggie Smith, Mark Rylance, Ian McKellen, Laurence Olivier, Paul Scofield, John Gielgud, Michael Gambon, Vanessa Redgrave y Ralph Richardson. Todos británicos.
Me parece una insensatez querer señalar al mejor actor de la historia. Hace un tiempo, Joaquín Cortés se molestó conmigo y uno de sus reproches era que yo no había escrito nunca que él era el mejor bailaor de la historia. «Ni lo he hecho ni lo haré -le respondí-; porque incluso en el caso de que lo pensara, hay muchos bailaores a quienes no he visto». De todos modos, yo nunca he creído que en el arte se pueda hablar del «primero» o del «mejor»: hay muchos elementos subjetivos y muy pocos objetivos.
Volviendo a la lista aludida, nadie puede negar que Judi Dench es una eximia actriz, y su carrera teatral y cinematográfica es su mejor aval. Pero ella misma se habrá sentido azorada (además de satisfecha, claro, ¿a quíen le amarga un dulce?) al verse por delante de intérpretes como Laurence Olivier o John Gielgud. ¿Es mejor que ellos? No ¿Es peor que ellos? No. Es diferente. En primer lugar porque es imposible comparar peras con manzanas, actrices con actores, y porque además cada manzana es diferente. Sí es cierto que el huerto donde se cultivan (la escuela británica de interpretación) garantiza la calidad de las manzanas, pero decir que una es la más sabrosa de todas es harto arriesgado.
Disfrutemos con cada actor, con cada ser humano que lleva dentro, con cada trabajo, con cada personaje a quien le toca encarnar, y dejemos de empeñarnos en convertir el arte en una competición.