Revista Libros
Enlos últimos meses, esta palabra está tan en boca de todo político que seprecie, que está perdiendo buena parte de su significado, o al menos lo asumimoscon esa despreocupación que otorga la rutina.Enprimer lugar, el déficit es malo porque esa caterva de histéricos que llamamos mercados enloquecen y se espantan anteel mero sonido de la palabra, con la consecuencia de que el precio que tenemosque pagar por la deuda se encarece, lo que redunda en que aumente el déficit,que a su vez vuelve a ocasionar un nuevo repunte del precio de la deuda, que asu vez…Ensegundo lugar, el déficit es dañino porque no se puede convertir en costumbreel gastar más de lo que se ingresa. Si a nadie con un mínimo de sentido comúnse le ocurriría hacer eso con sus finanzas personales, no se entiende que losgobiernos hayan institucionalizado esta costumbre con las cuentas públicas (enrealidad sí se entiende, y la explicación consiste en que se limitan a quitarsede encima los preocupaciones más inmediatas y dejarle el problema grave al quevenga detrás).Entercer lugar, pero no por ello menos importante, el déficit es perverso porqueconvierte a las administraciones en competencia desleal de particulares yempresas en la captación del crédito que ofrecen las entidades financieras, porlo que, mientras el déficit persista en las alarmantes cifras actuales, no va ahaber flujo de capital que dinamice la economía.Almargen de lo anterior, el déficit puede recortarse por dos vías: aumentar losingresos o disminuir los gastos. Si sólo se opta por la segunda, como pareceser el caso, estaremos tratando a un desnutrido prescribiéndole ayunos, así quepueden imaginar el resultado.