A pesar de que los recuerdos de infancia son los últimos en perderse, mi madre ya no recuerda que con 12 años comenzó a bordar esta colcha. Que lo hacía por las tardes en el colegio, primero con Las Esclavas de Moguer y después con las de Sevilla. Fue un trabajo de varios años, de muchas tardes de bordado mientras una compañera leía El Quijote en voz alta. Tampoco recuerda que nunca le gustó el color del hilo con el que le tocó bordar y que usaba un bastidor enorme, más grande que ella misma, pues ella siempre fue una niña delgada y menuda.
Pero yo lo recuerdo todo porque me lo contó muchas veces, cada vez que sacaba la colcha para mostrárnosla, airearla y volverla a guardar. Nunca se usó, ni tan siquiera se lavó, pues fue una reliquia casi desde el día siguiente en que la terminara. Aunque vagamente recuerdo que contaba que no está terminada del todo. Y así seguirá, incompleta, pues si bien en uno de sus pliegues encontré un cartoncito con su nombre escrito por ella misma con el hilo enrollado, no voy a completar una tarea que la vida quiso que así se quedara.
Ahora me la he traído a casa y me he atrevido a lavarla para quitarle esa pátina del tiempo, esas manchas amarillas de cajones de ropa blanca que amarillean con los años. Y las manchas han desaparecido, las de la colcha, porque las de su memoria son cada día más grandes y oscuras.
Y he guardado la colcha en un cajón junto al cartoncito de hilo, seguirá sin usarse, seguirá siendo una reliquia a la que le saldrán nuevas manchas amarillas. Y recordaré sus recuerdos olvidados cada vez que yo airee la labor de aquella niña delgada y menuda que vuelve a serlo: delgada, menuda y niña.
He estado ausente más de lo habitual atendiendo a mi madre y a mi padre, que a veces se convierte en el de mi madre también. Nos volvemos a ver entre mis gotas en septiembre, cuando termine de organizar el caos en el que es mi vida este verano y las telas vuelvan a regalarme la rutina que tanto necesito. Un beso y gracias por estar ahí.