
Cumpleaños de la abuela
Ferdinand Georg Waldmüller (1856)
Los recuerdos de tiempos pasados se convierten a menudo en pequeñas imágenes, a veces sin sentido, a veces sin importancia, pero que no se borran de nuestra mente y permanecen guardadas en algún cajón de nuestra cabeza. Una de esas imágenes a menudo me venía a mí mente y, a pesar de no entender muy bien por qué, se repetía constantemente. Era mi abuela haciendo las mil cosas que siempre hacía con esos brazos viejos pero recios, acostumbrados a no parar nunca; a fregar, a cocinar, a lavar, a barrer, a coser. Esos brazos siempre se movían y nunca tenían frío.
Mi abuelita llevaba siempre las mangas subidas, daba igual que fuera verano o que fuera invierno y el frío se colara por las rendijas de aquellas viejas ventanas de madera sin que el viejo calefactor pudiera hacer nada por echarlo de ahí a patadas. Y siempre oía una queja cuando las mangas se bajaban. Porque entonces tenía que parar y dejar de hacer sus largos quehaceres diarios. Un día la vi con una feísima y medio rota goma de pollo aguantando aquellas mangas que con rebeldía siempre querían descender por sus viejos brazos. Ahora ya no lo iban a conseguir. Mi abuelita reía y me enseñaba esas gomas viejas que recopilaba de los pollos, las lechugas o cualquier otro alimento que por aquel entonces se vendía atado de maneras poco sofisticadas. Esa imagen no desaparecía de mi mente. Y hasta ahora no entendía muy bien por qué. Pero cuando hace unos días estaba yo fregando con las mangas subidas y una de ellas quiso retarme cayendo por mi brazo pensé: si tuviera una goma de pollo... En aquel momento sonreí y pensé en mi abuelita, quien quizás desde el cielo sonreía e intentaba lanzarme una de esas horribles pero útiles gomas que escasean en este mundo moderno de hoy en día.