Escucho mi respiración, también la de mi madre, y no consigo concentrarme en nada más que en mirar sus manos. Están posadas sobre las sábanas, sin mover un dedo, parecen manos de piedra, como si la sangre de sus venas se hubiera convertido en agua estancada. Esconde con sus manos el nombre del hospital estampado en el embozo, como si quisiera ocultar dónde se encuentra.
Cuando abre los ojos, nos sonríe a Xabier y a mí, pero no nos reconoce, aunque seamos sus hijos, aunque un día nos diera la vida en este mismo hospital, antes de que lo reformaran. Aun así nos sonríe, y su sonrisa aligera la carga que sentimos sobre los hombros desde que la ingresaron. En parte, al menos.Esta autora vasca (Vitoria-Gasteiz, 1970) solo ha escrito tres novelas (además de varios libros de relatos): “Las manos de mi madre” (2008), “Música en el aire” (2013) y “La casa del padre” (2020). Curiosamente yo empecé por la última, hace poco más de un año que la leí, y ya en ese momento supe y así lo expresé en mi reseña, que seguiría muy de cerca a Karmele Jaio, que no la iba a perder la pista, porque intuí al momento que se iba convertir en una autora muy especial para mi. Ahora, después de acabar esta segunda novela suya, siento que lo ha vuelto a conseguir, que me ha vuelto a ganar por completo, y ahí va. . ., directa al saco de mis autoras preferidas.
Constato también que ambos argumentos comparten temas que me gustan, que a la autora le gusta ahondar en asuntos como la vejez (como se ve en los títulos, una novela está dedicada a un padre y la otra a una madre), las relaciones padres-hijos, la culpa por no demostrarles a tiempo a nuestros seres queridos lo que nos importan, los miedos y esos secretos del pasado que afloran siempre.
La trama sin spoilerNerea es periodista y tiene una hija pequeña, Maialen, y un marido, Lewis, a los que últimamente casi no ve por su trabajo, que le absorbe toda su energía. Siempre corriendo de aquí para allá, sin tiempo para lo que de verdad importa y, para colmo, todo parece estar patas arriba desde que su madre, Luisa, está ingresada tras haber sido encontrada deambulando sin rumbo por el barrio, perdida como una niña y confundida.
Su ama no los reconoce, ni parece recordar el presente, pero nombra continuamente, tanto en sueños como despierta, a un tal Germán, que no es el padre de Nerea ya fallecido. Ni ella ni su hermano Xabier la han oído hablar nunca de ese hombre ¿Será que desconocen parte del pasado de su madre? ¿Qué más cosas les habrá ocultado?
Ayer estuvo unos minutos con nosotras, recobró la conciencia, pero se volvió a perder, como un teléfono que se queda sin cobertura. Se perdió en su mundo. En el Mundo de Nunca Jamás”. También grita que quiere que la lleven al faro y nadie parece saber de qué habla.
Menos mal que tiene a su tía Dolores que ha venido para estar junto a su hermana. Es ella la primera persona a la que Luisa reconoce y la que consigue sacarle los recuerdos del pasado, la que consigue que por fin salga de su mutismo.
Y en ese momento, ha ocurrido. Mi madre, por fin, ha hablado. He oído finalmente la voz de mi madre, la que creía olvidada.
Dolores es la única persona que parece saber quién es el misterioso Germán y porqué Luisa pide constantemente que la lleven “al faro”:
–¿Cuándo vamos a ir? –me pregunta.–¿Adónde? –y mi pregunta es un anzuelo que quiere sacar las palabras de mi madre de la cueva oscura en la que están escondidas. Como hibernando. –Al faro –me responde, como si no hubiera otra respuesta posible. No entiendo las palabras de mi madre, pero me alegro tanto de escucharlas por fin. . .También ha llegado a sus oídos que su exnovio Carlos, que desapareció un día sin despedirse de nadie y del que se decía pertenecía a ETA, ha regresado quince años después, coincidiendo para más inri con un nuevo atentado de la banda en la ciudad. Y con su marido las cosas están algo frías, porque casi no tienen tiempo para estar juntos. ¿Qué más le puede pasar ya?
Nerea contempla como hipnotizada las manos de su madre posadas encima de la cama de hospital, anhelando encontrar en ellas todas las respuestas a las preguntas que nunca le hizo, deseando que le hablen, que le cuenten sus pensamientos
Los puntos fuertes de la novela
Cuando ya no hay marcha atrás Es curioso que cuando perdemos a alguien muy querido, o creemos que vamos a perderlo, somos verdaderamente conscientes de todas esas preguntas que nunca hicimos, de todas esas palabras que nunca pronunciamos y de todos los besos que nunca dimos. Es lo que le pasa a Nerea cuando coge y mira las manos de su madre, que le gustaría revivir algunos momentos, quedarse atada a ella para siempre.
Quisiera volver a esa época, llamar a mi madre desde Oxford, decirle que estoy bien y que los echo mucho de menos. Preguntarle cómo está. Pero no existen máquinas del tiempo. Tengo que decirle ahora todo lo que no le he dicho. Quiero preguntarle cómo está, y decirle que quiero estar con ella, pero siento que se me ha pasado la vez, que he llegado tarde. Porque lo que no se dice a tiempo no se llega a decir después, porque los abrazos que no se dan en vida, es imposible darlos después.El peso de la culpaY todo eso que piensas que deberías de haber dicho, hecho, o demostrado más de lo que lo hiciste, te genera culpa, reproches hacia ti misma, como también le sucede a Nerea y a su tía Dolores.
Miro a la tía y no la reconozco. Desde que ha salido a flote la antigua historia de mi madre no levanta cabeza. Creo que se siente culpable por no haber ayudado a su hermana en aquella época en la que tanto sufrió. Se siente culpable como yo. Yo también siento el peso de la culpa sobre mis espaldas por no haberle dicho a mi madre a tiempo muchas cosas, por no haberme dado cuenta antes de lo que estaba pasando.Secretos al descubiertoAlgunos podemos creer que lo sabemos todo sobre nuestros padres, pero igual desconocemos mucho, quizás incluso ellos mismos se hayan obligado a olvidar algunas cosas. Porque al final la vida es eso, es tapar lo que duele, lo que nos preocupa, lo que nos incomoda recordar. Es como ir poniéndonos capas de distintas pinturas, una encima de otra, un acontecimiento encima de otro, pero cuando la vida te golpea, las capas empiezan a caer y en la mente, todo vuelve a estar visible, accesible.
Es como si pintáramos un viejo armario. Por encima de la vieja capa de pintura blanca le das una capa de pintura marrón, por ejemplo. Pues, con el paso del tiempo olvidarás que en el fondo existe una capa blanca, te acostumbrarás al color marrón y creerás que el armario ha sido marrón siempre. Pero con los años, el armario sufre la humedad, los cambios de temperatura, los golpes, y la capa marrón se acaba descascarillando por algún lado.
Ahora que la mente de Luisa se encuentra perdida en el presente y anclada en el pasado, todo lo que quiso ocultarse, queda de nuevo expuesto para ella, para todos.
Cuántas cosas me han pasado desde que mi madre está en el hospital. Cuántas cosas he descubierto sobre mi madre y también sobre la tía Dolores.
Soltar lastres, liberar cadenasEste es otro de los temas que toca la novela, la necesidad de liberarte de esas mochilas que cargas sobre las espaldas y que te oprimen a veces más de lo que tú misma crees, lo imprescindible que resulta en la vida desenmascarar a los fantasmas del pasado que emborronan nuestro presente, para poder vivirlo de forma más plena.
Cada una de nosotras lleva una piedra sobre su espalda, y el peso de esa piedra es el que nos hace levantarnos por la mañana antes que nadie para ir al hospital, y ese peso es el que nos hace llorar cuando vemos a mi madre en la cama, entre sábanas blancas, con la mirada perdida.Locuras sanadorasLuisa no deja de pedir que la lleven al faro, a ver de nuevo el mar, su mar, pero los médicos no la dejan salir del hospital. ¿Quizás merezca la pena arriesgarse y darle el gusto a su ama, proporcionarle ese instante de felicidad?
Siento olas golpeando contra mi corazón, y me da la impresión de que la espuma que crean me va a salir por la boca en forma de palabras. Y, de repente, todo lo que me rodea adquiere formas redondeadas, no hay bordes, no hay esquinas. Que, como todo aquel que va a hacer una locura, me veo en el borde de un acantilado, dispuesta a saltar, y no siento miedo, porque sé que acabaré cayendo al agua y yo no soy más que eso, agua que corre por mis venas y que crea corrientes en mi interior.
Añoranza a flor de pielMe da la sensación de que aunque lo intente, no voy a ser capaz de transmitiros todo lo que esta novela me ha hecho sentir, todo lo que me ha hecho rememorar, volver a vivir. Cuantas veces durante la lectura he levantado los ojos del libro, los he cerrado y al igual que le sucede a nuestra protagonista, me he visto transportada alrededor de la mesa, de niña, con mis padres, con mi hermano. Cuantas veces esta lectura me ha permitido volver a esas añoradas épocas en las que estábamos todos juntos, felices.
He vuelto a tenderme en la cama junto a mi madre, he cogido su mano, como siempre hacía cuando iba a verla, hemos visto la tele juntas, y comentado esos programas de cotilleo que a ella tanto le gustaban.
Mi madre suelta mi mano y suspira, como se suspira cuando se termina un trabajo. Recorro con la mirada sus manos, apoyadas ahora sobre sus rodillas, y sus venas, que parecen carreteras llenas de curvas, y sonrío, porque siento que por fin, de tanto mirarlas, las manos de mi madre me han hablado, tal y como un día creí que iba a llegar a ocurrir.
Realmente me he sentido totalmente identificada con Nerea y la he comprendido a la perfección, tanto que podría haber sido yo en vez de ella la que escribiera algunas de las reflexiones que hace sobre la relación con su madre, sobre lo que percibe al observar sus manos inmóviles sobre la cama o entre las suyas.
Karmele Jaio sabe escribir, sabe tocar mi fibra sensible, me llega, me emociona, consigue que mientras la leo se me clave algo en la garganta, que se me forme un nudo en el pecho, pero es una emoción buena, bonita, agradable de sentir, que no te oprime, que casi te libera.
Resumiendo: he disfrutado mucho “Las manos de mi madre”, una lectura muy emotiva que escuece, pero que a la vez cura. Una novela que me ha hecho derramar alguna lagrimilla, pero no de tristeza. Lágrimas de emoción por una historia y un final que no es triste, sino esperanzador.
Una novela muy recomendable sobre todo para los que como yo, añoráis poder coger de la mano a vuestras madres. Mi nota es la máxima: