Revista Opinión

Las manos del escritor

Publicado el 09 febrero 2020 por Carlosgu82

LAS MANOS DEL ESCRITOR

Escritor es quien se propone  reciclar la realidad con palabras. Poco importa si sus obras resuenan en las editoriales o mueren en silencio en algún escritorio. Quien escribe quiere comunicar algo.  Esa identidad que transforma un vocablo en un mundo y al mundo en un espacio subjetivo, no es una identidad aislada; es la mixtura de una hoja, un lápiz y la tradición que lo interpela. Como una especie de triángulo amoroso que sabe complementarse. Abro esta discusión que involucra el vínculo del escritor y su tradición y afirmo que la renovación de la misma está en manos de esta figura.

Me abstengo a compartir la definición que la Real Academia Española defiende al hablar de tradición. Preferiría sumergirlos, hasta –obligarlos- con la mejor de las intenciones en otra concepción. Abracen la idea que la tradición es renovación y el escritor el sujeto que acompaña al  renacimiento de las transmisiones que enriquecen a esta palabra. Tan libre es la desenvoltura y transferencia de los gustos a través del tiempo, que es imposible encasillar a  la esencia de la tradición en una definición académica. Optaría por identificarla como un motor que nos empuja a escribir, un componente de nuestra condición humana que adopta las predilecciones que nos hacen volcar sobre el papel la traducción del sentir en un mundo paralelo.

Es desde la bandera de Belgrano hasta la voz de Cerati. Un párrafo indescifrable de Cortázar, un verbo inmortal de Borges y algún acorde suave de Spinetta. Es un gesto osado de Walsh. La clarividencia de Isabel Allende, el mar de Alfonsina; el sentimiento de hermandad que no reconocemos con nuestros vecinos latinoamericanos, los ojos de Galeano.  La tradición encarnada en Messi, aceptando que solos no podemos. Esta en María Elena Walsh y los pedacitos de nuestra infancia. Es un mate en el momento oportuno, un libro abierto en la página indicada, una rutina naturalizada en la piel que al rozarse con las palabras la sonroja. Son esos significados que brotan como instintos y reacciones  movilizando al  compas del lápiz y su desliz sobre la hoja.

No están obligados a conocer, ni mucho menos identificarse con los nombres que a mi tradición la componen, pero resultaría interesante que piensen cuales son aquellos artistas, recuerdos u objetos que se activan en ustedes al hablar de “tradición”. Somos producto de una cadena de preferencias, que hasta con las diferencias más elocuentes nos encuentra en sociedad con similitudes. Tradición es memoria, desde la más arcaica como infante hasta las porciones de futuro que no acaecieron aún. Hablo como escritora y me es imposible no regalarle a la tradición el protagonismo necesario para impulsarme a recorrer este camino. Gracias a la tradición uno escribe porque sin las huellas del lenguaje, los actos heroicos o las obras de arte que movilizan, no hay escritura que comunique.

La tradición es un universo heterogéneo que navega por nuestro cuerpo, suena filosófico, metafórico, pero estas preferencias se desenvuelven a la par de nuestra existencia, y claro en el instante en el cual escribimos. Gracias a la tradición nos relacionamos como tejido social,  y son los escritores quienes volvemos perceptibles el poder de la costumbre y el hábito; la resonancia de esa cadena artística que a nuestro ser lo compone.    La vigencia de la tradición  remoza al presente y nutre  a los discursos que nos permiten comunicarnos en un tiempo y espacio.

Corre hoy un tiempo argentino que conoce el boom latinoamericano, el Academicismo, la Vanguardia y las payadas oriundas. Fluye una cronología dentro de un vaivén artístico, social, político, cultural que estalla de variedad y se desespera por imponerse con originalidad. Es el escritor quien defiende la continuidad de su creatividad y preferencias; de forma audaz  busca resucitar y alimentar a  la tradición. Pero, ¿dónde está parado este sujeto mientras tanto? En una cuerda floja, quizás. En la comodidad de una  habitación que lo lleve a  fabricar un universo todavía no  premeditado. O viajando y tomando notas  para luego sentarse y traducir el recorrido de un subte o un auto en alguna peripecia de un ser que sólo existe para quien se proponga pensarlo.

Hablo por el escritor del siglo XXI, por esta comunidad atravesada por la modernidad, la tecnología y los gustos exquisitos del consumo capitalista. Me refiero a los sujetos que luchamos contra las láminas artificiales, las tablets y observamos como aminora la impresión de las hojas. Por nosotros que jugamos con el alfabeto y combinamos las letras de una forma placentera para los sentidos. Me dirijo a nosotros, a esa colectividad que no acepta la realidad y explota a las palabras para abreviar la rigurosidad de los límites de las coyunturas y fundar un camino alterno.

Tenemos la suerte de traducir el deseo o la desesperación en una realidad ficticia cuyo motor son la imaginación y nuestra tradición, aunque este juego liberador, vocación y oficio corre el peligro de desvirtuarse por el mercado. Sin embargo, esta realidad no obstaculiza la  renovación de la tradición, pero sí la supremacía  de determinados gustos que se imprimen en el imaginario colectivo ante el consumo y las modas.

Ser escritor hoy en este territorio argentino agrietado,  bifucarcado como una soga con dos extremos antagónicos es tener la voluntad de sentarse y encomendarse a la tradición, defendiéndola como un componente de nuestra identidad y convirtiéndola en alguna obra que otros ojos ansíen apreciar. Quien escribe busca el artificio correcto para que perdure esa cadena de creaciones y pasiones humanas.  ¿Será que los escritores tuvimos una conexión especial con algún libro al poco tiempo de vida?

Cierro, pero no para siempre esta discusión y reafirmo que la renovación de la tradición está en manos del escritor; proponerse despertar todos los días las inmensurables subjetividades  es conservar el latido de la tradición. Si alguna vez se cruzaron con un texto de Bajtín sabrán que todos los discursos anteceden a otros y viceversa. Esto mismo sucede con el arte, la tradición, con la humanidad misma. Somos producto de una esencia que nació y murió, pero supimos mantener vigente; es imposible escapar de las marcas que nos identifican y construyen cada parte de nuestro cuerpo.  Encomendémonos  a quienes escriben, o ¿por qué no ser uno de ellos?


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