Nosotros, que vivimos desde hace décadas en un entorno relativamente pacífico, no sabemos lo que signfica vivir con las manos sucias. Quienes han experimentado una guerra, quienes han tenido que tomar decisiones imposibles, los que tienen que dejar de lado su ética personal más profunda para trabajar por una causa que estima superior a todo eso. Se trata de elegir el mal menor, pero sin duda son decisiones que duelen. Todos hemos pensado qué haríamos en determinadas circunstancias, ante situaciones límite de toda índole. Lo cierto es que no lo sabemos, puesto que no nos conocemos a nosotros mismos tan bien cómo queremos creer. Está más que probado que en los conflictos surge lo peor del género humano. Personas que se creían absolutamente pacíficas sienten surgir dentro de ellas una ira homicida que no sospechaban poseer, sentimiento que utilizarán para sacrificarse por un ideal o simplemente como instrumento de supervivencia.
En Las manos sucias Sartre, que conoció de primera mano los horrores y la ambigua moral que presidió la Segunda Guerra Mundial nos presenta a un dirigente del clandestino Partido Comunista de un país ficticio - seguramente del Europa del Este - aliado de Hitler en su cruzada contra el bolchevismo. Hoederer quiere pactar una tregua con los dirigentes del país y con los socialdemocrátas para lograr una paz por separado con la Unión Soviética. Ha calculado que dicha maniobra ahorrará miles de vidas y creará una perspectivas mejores para el futuro del país. Hugo, su secretario, recientemente nombrado por el Partido, planea matarlo, estimulado por otros dirigentes que creen que dicho pacto es un suicidio para los comunistas. ¿Es Hoederer un traidor o en realidad es un hombre prudente que es capaz de renunciar a parte de sus principios en pos de un bien mayor? Sartre nos plantea este conflicto con el añadido de las dudas de Hugo, un muchacho demasiado joven para conocer el significado de ensuciarse las manos, pero que intuye que, una vez ejercitada la acción que le han ordenado, no habrá marcha atrás, ni en las consecuencias externas ni, lo que es más grave para él, en su conciencia. Pero también es cierto que dicha conciencia, ahora sin mácula, puede quedar manchada sin los escrúpulos morales se oponen a la pureza de sus ideales. Hoederer le ofrecerá una lección al respecto:
"La pureza es una idea de fakir y de monje. A vosotros los intelectuales, los anarquistas burgueses os sirve de pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los codos contra el cuerpo, usar guantes. Yo tengo las manos sucias. Hasta los codos. Las he metido en excrementos y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas que se puede gobernar inocentemente? (...) Detestas a los hombres porque te detestas a ti mismo: tu pureza se parece a la muerte, y la Revolución con la que sueñas no es la nuestra, no quieres cambiar el mundo, quieres hacerlo saltar."
Esta pureza de la que intenta hacer gala Hugo está reñida con la idea de mentira. O al menos de lo que el Partido considera que es mentira. Hoederer se muestra como un hombre mucho más pragmático, un perro viejo que sabe que la política, si quiere realmente cambiar la realidad, debe ser flexible con las propias ideas:
"HUGO: Nunca he mentido a los camaradas. Yo... ¿De qué sirve luchar por la liberación de los hombres si se les desprecia lo suficiente para llenarles la cabeza de patrañas?
HOEDERER: Mentiré cuanto haga falta y no desprecio a nadie. La mentira no la he inventado yo: nació en una sociedad dividida en clases y cada uno de nosotros la heredó al nacer. No aboliremos la mentira negándonos a mentir, sino empleando todos los medios para suprimir las clases.
HUGO: No todos los medios son buenos.
HOEDERER: Todos los medios son buenos cuando son eficaces."
¿Que hará al final nuestro Raskolnikov (el nombre de guerra con el que han bautizado a Hugo)? Para saberlo hay que leer Las manos sucias, una de las obras más representativas de las contradicciones del propio autor, del conflicto entre filosofía, política y existencia. Las palabras de Adolfo Marsillach, que estrenó la obra entre nosotros hace treinta y cinco años, continúan tan vigentes como la obra de Sartre:
"Así como en el teatro de Unamuno, por ejemplo, hay que hacer cierta abstracción, Sartre utiliza con facilidad el vehículo teatral. En esta obra se apoya en un argumento casi policíaco, de intriga, que es un elemento de primera calidad. Tiene una producción amplia y ha utilizado el teatro al servicio de su pensamiento. El origen de su filosofia es la del hombre metido entre los hombres, no la abstracción filosófica del hombre. Es un teatro de tesis donde los personajes en lucha no se modifican por las circunstancias, sino por su necesidad de realizarse."