Confieso que en esa ocasión Silvio casi
termina conmigo, que es uno de los riesgos que corro a diario en el cuerpo de
los humanos, pero se está tan bien allí; ni se lo imaginan.
Supongo que ya tienen bien claro que no soy
una pulga vulgar.
Tengo trato, podría decir íntimo, con altas
personalidades de lo sociedad a las que comencé a frecuentar en ocasión de
haber sido sacudido el perramus de un agricultor en el interior de una iglesia.
Como allí no está vedado el ingreso a nadie,
del perramus del pobre agricultor pasé
en un santiamén al borde de la pollera de una bella jovencita y con un apenas
un pequeño brinco, me encontré
cómodamente instalado en una de sus torneadas y mórbidas piernas.
No tendría más de 15 años y aún hoy recuerdo
el sabor de su sangre joven tanto como el aroma de su....,bueno, ya saben.
Cuando en la citada Iglesia terminó la
ceremonia, yo decidí acompañar a la joven pues siempre después de una buena
comida me da algo de sueño.
No obstante ello, tengo muy aguzados el
sentido de la vista y el oído por lo cual percibí que algo estaba ocurriendo y
presuroso tomé una mejor ubicación y pude advertir cuando alguien vestido de
negro, entregó a mi contenedora un papel cuidadosamente doblado que ella ocultó
rápidamente entre sus ropas; muy cerquita de donde me hallaba.
Belia, ese era su nombre, es una preciosidad,
como ya dije, de solo 15 años de figura perfecta, de rostro encantador, piel de
terciopelo y suave aliento.
Sabía ya la joven del potencial de sus
encantos y actuaba y se movía con la
cabeza erguida como lo haría solo una reina.
Llegamos a su casa y ya en su cuarto, brinqué sobre la alfombra y me dediqué a observarla.
Pude ver las curvas de sus muslos que se
desplegaban hacia arriba para perderse luego en la oscuridad, donde uno y otro
se juntaban en el punto donde se reunían con su hermoso bajo vientre impidiendo
la vista de lo que imaginé una fina hendidura color durazno.
De pronto Belia dejó caer la nota que le habían entregado en la Iglesia y
habiendo quedado abierta me tomé la libertad de leerla.
Solo decía "Esta noche a las ocho,
estaré en el antiguo lugar".
Se vistió rápido pero con esmero y yo decidí
acompañarla fuera donde fuese.
Salimos.
Al llegar al extremo de una larga y arbolada
avenida, Belia se sentó en una banca rústica y esperó la llegada de la persona
con la que tenía que encontrarse.
Pasaron apenas unos cuantos minutos cuando
apareció un macho cabrío (los reconozco de inmediato por el olor que despiden, fuerte,
penetrante, muy diferente a las hembras) que al sentarse junto a mi ya amiga,
la tomó firmemente por los hombros.
Yo continuaba en el lugar donde había decido
fijar mi transitorio y precario
domicilio; es decir del lado interno de una de las piernas, mirando hacia el
vértice.
Allí estaba, atento a cada movimiento de
Belia y su acompañante (ella lo llamó Pedro) cuando éste se deslizó a un lado
de ella y efectuando un ligero movimiento colocó una de sus manos por debajo de
la enagua de la muchacha.
Comprendí que mi integridad corría peligro si
aquella mano se adentraba un poco más arriba.
Intenté escapar hacia lo que presumía era una
zona boscosa para tener allí un mejor refugio, pero evidentemente no lo hice lo
suficientemente rápido pues cuando al fin desperté comprobé con mucho fastidio,
que ya no estaba en la confortables piernas de Belia sino en el pliegue de la
bragueta del calzoncillo del joven curita del pueblo.
Me puse a analizar la situación y llegué a la
conclusión que ese tampoco era un mal lugar y que tal vez allí por lo visto
anteriormente, tendría mucha más diversión que dentro de los calzones de Belia.
En otra ocasión, les prometo, continuaré la
narración de mis memorias.
Míster Sifonáptera.

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