Revista Opinión
Tenía 13 años y estaba rellenita, mejor: gorda, esa es la verdad. “Vaca gorda” decía el último comentario anónimo. Me sentía culpable. ¿Por qué? Pues por todo: por comer, por no ser perfecta... Creía que si adelgazaba me iban a querer. Empecé a dejar de comer. Comenzó mi suplicio.
Hablaba lo justo. Ni eso. Buscaba la soledad y me molestaba que alguien interfiriera en mis cosas. Como mi madre que entraba en mi cuarto con cualquier excusa: Te hago esto, te apetece aquello. Yo le rogaba/exigía: Vete y déjame en paz. Aprendí a mentir. Y creía que era yo la que controlaba mi vida. Ilusa.
Entré en una espiral de miedo y autodestrucción que me introdujo en un mundo paralelo sin lazos de conexión con la realidad. El monstruo que me dominaba me seguía con la mirada, escuchaba su respirar: “Demasiado gorda”. ¡Qué impotencia de vida! Sin meta, sin final, sin esperanza. Quería matar el dolor que me hacía sentir tanto dolor.
Recuerdo que la lluvia caía sobre los cristales de la ventana y en casa reinaba el silencio de congoja habitual. Me sentía al límite de lo que podía soportar. Rompí un cristal y... La sangre corría por mis manos, entre mis dedos hasta llegar al suelo. El torbellino mental me mareaba...
¡Mis padres! Les había hecho tanto daño… No se puede ir por la vida disfrazada de la joven perfecta cuando tu existencia es una mierda. Fastidiando la vida a las personas que te quieren solo por hacerles sentir mal. Tenía que surgir de los abismos porque si mi fin estaba próximo que al menos ellos supieran los padres tan extraordinarios que eran.
Aferrada al marco de la puerta, grité: ¡Mamá!
©María Pilar