Las modelos de pasarela son mujeres de gran belleza y cuerpo perfecto que muchas veces llegan a la profesión desde los concursos de misses como los que se amañan en España.
En la época de oro de la alta costura no eran así: grandes modistos Balenciaga las elegían de cuerpo hermoso, pero feas, para que no compitiera en belleza con las compradoras. Eso era glamour.
El cine era parecido: al que hoy calificarían de bajito y feo, Humphrey Bogart, o Edward G. Robinson, con su rostro de batracio, o Bette Davis, de ojos saltones, nunca serían admitidos en el Hollywood.
Ahora, en el cine, los gángsteres más repulsivos son guapos, las mujeres más vulgares parecen Michelle Pfeiffer, y el cine español rechazaría a Fernando Rey por sus gruesos mofletes.
Con la cirugía estética ya no hay narices grandes, ni mandíbulas hundidas, ni rostros naturales, como la vida misma. Hasta las dentaduras de los extras que hacen de mendigos son perfectas: todos se han hecho carísimas ortodoncias.
Son gente alta, guapa, de plastilina, silicona y botox, hecha a troquel, producida en serie.
Envidiamos su belleza, pero notamos que le falta algo. Como si el exceso de guapura le quitara la fuerza de la imperfección de una nariz incorrecta o unos ojos saltones. No parecen gente real, sino algo extraterrestre.
Quizás deberían ser, si no más feos, sí ligeramente parecidos a nosotros, los clientes. Tendrían el glamour de las modelos de Balenciaga.
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