Revista Cultura y Ocio

Las mujeres de Lope

Publicado el 02 marzo 2015 por Aranmb

En el segundo capítulo de El Ministerio del Tiempo, nuestros hábiles funcionarios viajarán a 1588 para salvarle la vida al simpar Lope de Vega, maestro de las letras españolas sin que eso fuera óbice para tener, también, una habilidad casi heroica para meterse en líos… sobre todo de faldas. La propia Amelia se rendirá hoy a los encantos del poeta, pero no es, ni mucho menos, la única mujer en la Historia que podría asegurar sin mentir que ha compartido lecho con el buen Félix.

Las mujeres de Lope

Al galgo le venía de casta, porque Lope de Vega aseguró que su nacimiento en Madrid,  a finales de 1562, se debía a que sus padres, ambos cántabros, se habrían reconciliado nueve meses atrás después de la escapada de él, el bordador Félix de Vega, a la capital, atraído por las faldas de una doncella más joven que Francisca, la madre, que no dudó en presentarse, rodillo masero en mano, en la villa y corte, dispuesta a recuperar al marido. Y lo consiguió. Pero Félix Lope de Vega, el bebé nacido de aquella reconciliación, heredaría del padre su afición por la promiscuidad de una forma tal que, ya en la adolescencia, habría de abandonar sus estudios para sacerdote: le iba más el amor físico que el espiritual, como no dudó en dejar claro en bastantes de sus poemas.

Lope
La primera mujer que le generó problemas, y de los gordos, fue a la que más versos dedicó. De Elena Osorio, hija de Jerónimo Velázquez, director de teatro con quien trabajó alguna que otra vez Lope, se enamoró el soldado escritor a su vuelta de una campaña bélica por las Azores. Ella, mujer casada, cayó rendida a los encantos del Lope veinteañero, y en agradecida respuesta él la convirtió en su musa bajo el seudónimo de Filis. En torno a Filis girará la obra más apasionada del Lope de la década de 1580, que estaría por convertirse en la más resentida. Porque la familia de Elena Osorio, conocedora de las relaciones con el dramaturgo, toleró bien los escarceos sexuales de la joven con Lope, pero al tiempo le buscó un segundo matrimonio -enviudó pronto del primer marido- muy beneficioso económicamente con otro hombre. Eso ocurrió en 1587, y Lope montó en cólera. Respondió con el arma que mejor sabía utilizar de todas las que había empuñado alguna vez, la pluma, y empapeló Madrid con panfletos donde acusaba a su antes adoradísima Filis de poco menos que de prostituta y, a sus padres, de proxenetas:

Una dama se vende a quien la quiera.
En almoneda está. ¿Quieren compralla?
Su padre es quien la vende, que aunque calla,
su madre la sirvió de pregonera.

Versos que, obviamente, no sentaron muy bien a la familia de Elena Osorio. Denunciaron al poeta y un tribunal lo condenó a cárcel y a un destierro por ellos; Lope debía abandonar la villa y corte de Madrid por cuatro años y dejar atrás a su antigua amada y también a la rolliza MarfisaMaría de Aragón, hija de un panadero flamenco con quien tiempo atrás había tenido a su primera hija, Manuela (que murió siendo niña). Ya se sabe que, muchas veces, los mayores celosos son los que acumulan más experiencia a sus espaldas.

Así que Lope se fue de Madrid. Y no tardó ni unas semanas en encontrar a otra mujer de la que enamoriscarse. Isabel de Alderete o de Urbina, hija de Diego Urbina, no dudó en escaparse de la casa familiar con el escritor  y perder su honra con él: a los Urbina no les quedaba otra que casar a su hija con el ladrón de su virginidad, y así lo hicieron el 10 de mayo de 1588. A los amantes no les salió del todo bien la jugada, en tanto en cuanto los Urbina presionaron lo inimaginable para perder de vista a su incómodo yerno y, así, poco más de dos semanas después éste embarcó en Lisboa para servir en la Armada Invencible.

Las mujeres de Lope

A finales de año Lope volvió a España y se estableció con Isabel en Valencia, no sin haber tenido algunas aventuras en ultramar, por supuesto. Con Isabel, Belisa en su obra, tuvo Lope dos hijas, Antonia y Teodora, fallecidas muy pronto, y alcanzó la fama que no haría sino acrecentarse a partir de entonces, motivada quizás por ser ésta la primera -y la última- época tranquila del poeta. Isabel enfermó de gravedad en 1594, tras el parto de Teodora, muriendo al cabo de unos meses y sumiendo a Lope, el antaño bandarria, en una profunda depresión que dejará bien reflejada en los versos que le dedica a Isabel en el aniversario de su fallecimiento:

Sólo yo te acompañé
cuando todos te dejaron,
porque te quise en la vida,
y muerta te adoro y amo;
¡y sabe el Cielo piadoso,
a quien fiel testigo hago,
si te querrá también muerta
quien viva te quiso tanto!

La tristeza, empero, duró más bien poco. Vuelto a Madrid tras cumplirse bien sobrado su destierro y recuperados los favores de Jerónimo Velázquez, a quien la fama de Lope había hecho olvidar los desencuentros pasados, se amancebó con Antonia de Trillo, delito por el cual sería procesado en 1596. De la de Trillo se olvidó pronto: concretamente lo que tardó en aparecer en su vida Micaela de Luján, la Camila Lucinda de sus obras. Micaela era actriz y casada de un marido ausente que acabaría por morir en ultramar, y agradeció el apasionamiento del escritor en sus tiempos de soledad tanto que acabaría por darle, ni más ni menos, nueve hijos. Por la misma época en la que conoció a Micaela, Lope contrajo matrimonio con Juana de Guardo, a la que en principio no le unía nada más que el interés: Juana tenía paciencia para soportar los cuernos y la pasión del marido por Micaela y cualesquier otra dama que se cruzase por su camino y, sobre todo, tenía una dote importantísima, que garantizaba la estabilidad económica del matrimonio.

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Hasta que murió, Lope compartió lecho y amores con su esposa, Juana,  y su amante, Micaela.  Y las compaginó mejor que bien, porque con Juana vivió primero en Madrid y luego en Toledo, y con Micaela primero en Toledo y luego en Madrid, tras un lapso de tiempo en Sevilla. De Micaela le apasionaba su belleza, quizás la única cualidad que tenía una mujer a la que ni el tener a su lado a uno de los mayores genios de la literatura española hizo que aprendiera a firmar, ni mucho menos a escribir:

Lucinda hermosa en quien mi luz se encierra:
nieve en blancura y fuego en el efecto,
paz de los ojos y del alma guerra,
dame a escribir, como a penar, sujeto.

De Juana, en cambio, le gustaba la tranquilidad perdida con su difunta primera esposa; adoraba la vida matrimonial que le aportaba paz y sosiego, y así lo manifestó. No sin cierto retintín machista, por cierto:

Quien no sabe del bien del casamiento
no diga que en la tierra hay gloria alguna,
que la mujer más necia e importuna,
la vence el buen estilo y tratamiento.

Pero no estuvo de Dios que la felicidad durase mucho tiempo. En su mejor momento, la vida de Lope de Vega se vio salpicada por la muerte de varios de sus hijos a muy corta edad y dio un vuelco del que tardaría en recuperarse en 1613, cuando Juana de Guardo falleció a expensas del parto de Feliciana, la única de los hijos de esta relación que llegaría a cumplir la edad adulta. Parece ser que por la misma época muere también la bella Micaela, y Lope se queda solo a los cincuenta y un años recién cumplidos, por primera vez en la vida y con tan sólo el alivio intermitente de las visitas de Jerónima de Burgos, amiga de la familia (más concretamente, de las dos familias) de Lope que sacia, de tanto en cuando, las ansias carnales del escritor. Deprimido y amargado por la soledad, tomará una decisión que sorprende a todos cuanto se rodean: Lope, el Lope caliente y mujeriego, el Lope cuyos huesos habían dado en el calabozo más de una vez por asuntos de faldas, decide ingresar en un convento como sacerdote. El 24 de mayo de 1614, efectivamente, dio su primera misa en la misma iglesia donde meses atrás enterrara a su esposa Juana.

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Víctor Clavijo da vida en el segundo capítulo de El Ministerio del Tiempo a Lope de Vega.

Pero la castidad le va a durar a Lope lo que un caramelo a la puerta de una escuela. Sabemos que tuvo amantes durante su sacerdocio, y que en 1616 sale del convento hacia Valencia para visitar a una de ellas, la actriz Lucía de Salcedo. Tuvo dos hijos ilegítimos con mujeres cuyo nombre desconocemos y finalmente, y como no podía ser de otra manera, se volvió a enamorar perdidamente. La afortunada fue, esta vez, Marta de Névaresa la que llamará en sus versos Amarilis y a la cual dobla la edad cuando la conoce, por las mismas fechas en las que se escapa para encontrarse con Lucía. La de Névares fue una mujer que irradiaba cultura y sensibilidad artística, toda una joya para Lope, cincuentón y ajado por el paso del tiempo y de los disgustos. Góngora, su rival eterno, se mofaría de él por esta pasión de después de viejo, pero lo cierto fue que Lope y Marta llegaron a amarse mucho y bien aunque, como todas las relaciones del poeta, no durante mucho tiempo ni de forma excesivamente tranquila. La razón de lo primero fue la prematura muerte de Marta, con 41 años y tras haber perdido la visión y el juicio, siempre con Lope a su lado en el lecho, de tanto que la amaba; la razón de lo segundo es que a la de Névares la conoció casada, claro, y aún lo estaba cuando tuvieron a su primera hija, a la que bautizaron como legítima del marido de ella. Antonia Clara, que así se llamaba la pequeña, sería una fuente de disgustos eterna para Lope, quizás por lo excesivamente parecido de sus caracteres: igual que su padre había hecho tantas veces, Antonia se fugaría, siendo tan sólo una adolescente, con uno de sus amantes; esto, sin embargo, daría para otra historia aparte de la que estamos contando ya.

El caso es que el Lope maduro, anciano ya para la época, se enamoró perdidamente y lo estuvo siempre de aquella perla madrileña que le dio la alegría cuando nada parecía poder dársela ya. Cuando Marta enfermó, y enfermó mucho, tanto como para enloquecer, aún decía el poeta que

…solo la escucho yo, solo la adoro,
y de lo que padece me enamoro.

Ella murió en 1632, tres años antes de que Lope se consumiera en vida, solo y recordándola, presa de los disgustos de una vida que fue tan triste como apasionada y fantástica. Hasta sus adversarios lamentaron la muerte de quien hoy se cree uno de los mayores genios de la literatura española, un monstruo en la mejor acepción de la palabra, como le definiría Miguel de Cervantes. Un hombre que escribió como vivió: amando. Amando como ningún otro escritor ha amado nunca a partir de entonces: amando a la literatura, amando a Dios, amando a la patria y a las armas pero, sobre todas las cosas, amando a las mujeres.


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