En todas las familias hay una intendencia, un motor principal que pone a funcionar los otros. A lo que yo he visto suelen ser las mujeres las que acometen ese desempeño o se arrogan esa responsabilidad y son ellas las que la ejercen. El mundo es un matriarcado vastísimo, que ancla su firmeza y su espíritu en la cuna de los tiempos. A veces pienso que todo es femenino, aunque lo visible sea la proa agresiva y diligente del macho. Es apariencia. En realidad, analizado todo, puntillosamente observado y anotado, subsiste la idea de que el hombre, el que detenta el poder y lo administra para que no se le birle, siempre anduvo a la vera de la madre que lo parió y que se hizo adulto apegado a sus criterios, invariablemente obligado por la sangre, que es la primera brújula fiable de la que disponemos. Luego se desapega y obra como si tal pedagogía no hubiese existido. Se confabula con otros hombres, se crea una urdimbre recia, que se confirma a sí misma y se proyecta con voluntad de eternidad. Porque el error (un error hay) viene de antiguo y se perpetúa y se enquista además. Consiste en apartar y en rebajar interesadamente a la mujer, en dividir a la humanidad en dos mitades y en hacer que una goce de una posición superior a la de la otra. Lo del feminismo es una etiqueta tal vez útil, quizá productiva, incluso ocupa un lugar en la educación; se encarga de extirpar los estereotipos de género, se preocupa de hacer valer los derechos legítimos, los rebajados o los ninguneados. Trata, en definitiva, de hacer que no sean territorios diferentes los del género, al menos en lo laboral, en lo social, en la balanza de los derechos y de las obligaciones. Después se aprecian las diferencias, cómo no ha de ser así, se advierten con nitidez y el hombre lo es en asuntos que le son enteramente suyos y la mujer obra de idéntica manera en los que les corresponde. Nada anormal en eso, ninguna cosa punible, ni reprochable. En donde se pervierte este sentido primario y claro de las cosas es cuando se profesionaliza, cuando pierde la sensibilidad, cuando actúa a ciegas, cuando se iguala a lo que combate, contra lo que se opone. He visto hombres que censuran la pericia probada de una mujer sólo por serlo, pero también mujeres que actúan de igual manera a la reversa. La brecha salarial, pongo por caso, es asunto nivelado en Islandia desde el mes pasado. Nuevos marcos legales, nuevas tablas de medición. Esa igualación se amplía a la etnia o la nacionalidad. Tiene que haber una ley, una que actúe como rasera, para que las cosas funcionen como deben y no se produzcan desigualdades. Leo que algunas de esas empresas que luego son exigidas por la ley ya iniciaron esa compensación, no siendo obligadas por normativas, sino por voluntad y criterio propio, por sentido común o por sencillo acto de justicia. No sé para cuándo esas leyes en el resto del mundo, no ya aquí en España, que es un paraíso en igualdad de género si se la compara con países árabes o en vías de desarrollo, cada cual sabrá cuáles nombrar y qué atropellos cursan. La Organización Mundial del Trabajo cree que será en setenta años cuando no existan diferencias entre hombres y mujeres o entre negros y blancos o entre etíopes y finlandeses, todos esos años para que desaparezca la brecha y el terreno sea llano y accesible para todos. Malo es que sean las leyes las que obliguen, mejor sería que fuese la voluntad, sin que intermedie el temor a la sanción. Habrá cosas que tarden setenta años en ser cambiados. Otras quizá no cambien nunca.