Revista Opinión
Creo recordar -mi memoria es indisciplinada- que la tendencia comenzó con la campaña Pro Age de una conocida marca. Llamémosla desde ahora D. El eslogan rezaba "Too old to be in an anti-aging ad, but this isn't anti-age. This is pro age". El spot mostraba a mujeres de cierta edad desnudas, sonrientes y autosatisfechas. En el mundillo del marketing, esta apuesta innovadora se recibió como una fresca novedad, no exenta de riesgos. Por entonces las campañas de productos de aseo y belleza respondían en su mayoría a criterios de edad a la hora de cazar potenciales clientes, hasta tal punto que este mercado se saturó con infinidad de cremas, mascarillas y demás potingues anti edad, obligando a estas empresas a buscar nuevas fórmulas publicitarias con las que ganar consumidores de un espectro de edad amplio. El público femenino acogió con entusiasmo y cierto aire de triunfo moral esta campaña. Por fin los anuncios publicitarios mostraban mujeres normales, que cualquiera puede encontrar sentadas en un autobús o en la panadería.
Ante la buena acogida de su anterior campaña, D. decidió prolongar su filosofía de marketing lanzando la conocida campaña "Por la belleza real". Apoyada por un estudio que ella misma financió, según el cual sólo el dos por ciento de las mujeres están satisfechas con su cuerpo, decidió mostrar en sus spots publicitarios tan sólo mujeres a las que adjetivó como reales, alejadas del prototipo mediático que estamos acostumbrados a ver. Eligió mediante un casting nacional a un puñado de esas mujeres reales para aventar su campaña. Incluso subió a Youtube un spot viral en el que mostraba el proceso de transformación de una mujer normal en un bellezón de pasarela a base de retoques de Photoshop. Para rematar la faena, creó una Fundación para la autoestima en la que se imparten cursos de autoayuda para jovencitas. Si entráis en su web podéis incluso realizar un test para medir cómo tenéis vuestra moral.
Esta tendencia publicitaria no es un caso aislado. La polémica levantada por el mundo de la alta costura sobre la talla de sus modelos, sumado a la creciente preocupación de las adolescentes por emular el tipito de sus heroínas a costa de su salud o de operaciones de estética prematuras, ha abierto los ojos y afilado los dientes de las grandes empresas que venden productos de mobiliario corporal. Apoyar la aparición de mujeres normales comienza a ser un buen negocio para estos emporios. Se aseguran por un lado llegar a un amplio abanico de consumidores y por el otro se granjean los favores del pueblo, moralizando sobre su imagen corporal. El modelo clásico de publicidad se basa desde los años cincuenta en la idealización del cuerpo y la asociación de productos con estilos de vida, creando estereotipos que acaban siendo mimetizados no sólo por la población adolescente. Ser joven y bonita llega a ser un imperativo social que en ocasiones genera en el ciudadano más susceptible trastornos asociados a su autoimagen y a su apreciación emocional.
La revista V Magazine publicó en su número de enero un monográfico titulado The Size Issue, en el que pueden verse guapísimas modelos con talla superior a la 50. A esta tendencia a mercadear con tallas grandes se unieron desde hace ya unos años varias publicaciones. Elle Francia, la prestigiosa revista de moda, es la última en sumarse al fenómeno XXL. En el número de abril presenta a la modelo Tara Lynn vestida con la talla 48 y confesando a los lectores su manifiesta felicidad.
La clásica presentación de modelos idealizadas, embutidas en tallas imposibles, se fundamenta en una artificiosidad estilizada, propia de cualquier fantasía hollywoodiense; sus moldes destilan placebos libidinales que nos atraen presentando con más o menos sutileza ideales del deseo colectivo (hambre, sexo, poder, fuerza, etcétera), fácilmente desenmascarables por representar un evidente distanciamiento de la realidad cotidiana.
Sin embargo, en la nueva tendencia publicitaria se vende la propia realidad como reclamo, la normalidad o la diferencia como MacGuffin moral al servicio del volumen de ventas. El sumiso consumidor no puede sino asentir con lógica empatía cuando le presentan un producto que aboga a favor de una imagen real de la mujer, desidealizada y accesible. La publicidad clásica nos miente y aceptamos su lúdica verosimilitud, sabiendo más allá del spot que la realidad nos espera con su prosaica, variada y contradictoria trama. Por el contrario, esta nueva publicidad nos desarma emocionalmente porque reproduce la imagen que creemos tener y no la que el estereotipo social nos reclama.
¿Cómo resistirse entonces a este nuevo encanto de sirenas? Supongo que reconociendo que tanto la mujer ideal como la real son meras recreaciones de una ficción publicitaria que en ningún caso reproduce fielmente quiénes somos. Desvelar que todo reclamo audiovisual es a fin de cuentas un truco de magia y un sutil negocio que juega con la quebradiza materia de la que están hechas nuestras emociones.
Por cierto, la marca D., de la que hablamos más arriba, pertenece al mismo grupo empresarial que vende un famoso desodorante para hombres. Las campañas publicitarias de este desodorante son muy conocidas por mostrar a mujeres de tipazos imponentes, aborregadas al oler la fragancia que fertiliza de virilidad al sorprendido machote. Nada más lejos de la corrección política con la que la marca D. atrae a sus mujeres reales.
Ramón Besonías Román