Cuando el profesor Lemm (que más tarde sabremos que en realidad es alemán) sube las escalinatas de la casa de campo de los Lavretsky, aún de espaldas al espectador, alza los brazos como si una orquesta fuese a comenzar a interpretar las melodías que están en su memoria: la tierra querida es música en su recuerdo. En ese momento, sin que todavía suene un acorde de la banda sonora y aunque hace ademán de saludar al imaginario público, con las enredaderas mecidas por el viento y el único sonido de los pájaros de fondo, parece caer en la cuenta que nadie lo estaba observando y queda extrañamente desubicado y solitario; a continuación, sobre unos grabados de ciudades europeas y unos mapas color sepia, entran los títulos de crédito.Es la escena de apertura, la primera de una hermosa serie, que conforma “Dvoryanskoe gnezdo”, una de las más olvidadas grandes películas y milagro de Andrei Mikhalkov-Konchalovsky en 1969, hipnotizado por la novela de Ivan Turgenev.
La historia de Fyodor Ivanovich, que vuelve a casa (Mikhalkov repite de fondo, premonitoriamente, aquel sonido de pájaros cantando mientras Fyodor recorre las polvorientas habitaciones de su casa, atestada de cuadros de antepasados) once años después de haber partido y cuatro desde que tomó por fin - la quiso demasiado pero ya no era él, desplazado, quien iba de su brazo - un camino diverso al de la fabulosa Varvara, champán y perlas, la Reina de París, es la crónica del fracaso de la nostalgia. Allí, en esa casa desde donde su viejo maestro de música sueña por su parte con su patria y nada parece lo que era o quizá nunca fue lo que tanto anheló en sus viajes, qué más da, se enamora sin remedio de la joven Elizaveta, que duda. En ese momento retorna Varvara, que por la prensa creyeron que había muerto. En muy pocas ocasiones una película con un equilibrio tan delicado ha sido tan emocionante y al mismo tiempo tan contenida. Aprehender, con una imaginería deslumbrante, la última parte del siglo XIX, sin excluir ni la política ni la inevitable “internacionalización” que los nuevos tiempos anunciaban y contar una doble historia de amor imposible en una pura digresión sentimental, sin que veamos cómo empezó ni terminó la primera (más que en unos flashbacks en blanco y negro) y casi sin darnos cuenta de que surge y se diluye la segunda, podría haber resultado un plato de difícil digestión.Pero Andrei Mikhalkov-Konchalovsky parece en estado de gracia, prendado de Visconti, de Vidor, de Bergman y además liberado milagrosamente de modernidades coyunturales. Y lo que es más importante, es capaz de mantener mágicamente ese do sostenido que marca la apertura, sin caer en los errores habituales: llenar el film de personajes excéntricos, empeñarse en poner la Historia por delante de la historia... de hecho, concede a elementos habitualmente secundarios un papel primordial. Así, el vestuario de Elizaveta, dice más cosas de ella y de cómo la ve Fyodor que todas las palabras que pronuncia. La veremos de azul inmaculado cuando él la reencuentra después de tantos años, con un vestido malva que parece hecho de flores cuando se enamora de ella, uniformada a cuadros como una colegiala cuando inocentemente se convierte en el centro de las miradas y más debe notarse la diferencia de edad que hay entre ellos, austera y sin adornos cuando decide su futuro, finalmente deslumbrante cuando cambia de idea y canta a dúo con Varvara - en una sutil transposición de roles, pues esta última, destinada a permanecer allí sin brillo o volver al París del que huyó, luce un vestido que parece un hábito - y Fyodor, abrumado, claudica y se prepara para entregarse a los placeres "viriles".Y la música, una evocadora melodía con balalaika que es el pasado mismo que quiere volver sin conseguirlo, puntúa hábilmente los momentos en que los personajes parecen por fin encontrar la salida - y certifica el amargo destino de todos, al ser igualmente la base de la canción que ellas cantan para de alguna manera despedirse de él - y desaparece y deja paso a la orquesta cuando es la sociedad entera, los prejuicios y la tradición quienes les arrebatan la capacidad de decidir.Las últimas escenas, con Fyodor inmerso en las diversiones de la ociosa aristocracia, repleta de Condes de ancestrales estirpes que como la suya tocaban a su fin y arribistas como el contumaz pretendiente de Elizaveta, que tienen como único objetivo ascender en las altas esferas de San Petersburgo, parecen anunciar el destino del país en los años venideros; apenas 50 faltaban para que se derrumbase la Rusia de los Zares.