Revista Sociedad

Las ocurrencias de Wert

Publicado el 04 febrero 2015 por Abel Ros

Está claro, clarísimo, que regresamos a los tiempos de Franco, donde solamente podían estudiar "los hijos de"


Las ocurrencias de Wert
omo os he comentado, en más de una ocasión, mis orígenes son humildes; tanto es así, que si no fuera por las becas del Estado, hoy, mi presente sería otro. Recuerdo que tras finalizar los exámenes de selectividad quise estudiar la carrera de psicología. Me atraía todo lo concerniente con dicha disciplina y, sobre todo, su aplicación práctica. Durante los años de instituto leí, por mi cuenta, las obras de Rogers y Piaget. También disfruté con la "Inteligencia Emocional" de Daniel Goleman y, "Luz Roja", un programa que presentaba la doctora Ochoa. En aquella etapa de mi vida, mis padres estaban arruinados. Acababan de cerrar el negocio y, tener a dos hijos estudiando, suponía un esfuerzo añadido para llegar a fin de mes. De tal modo que decidí estudiar Relaciones Laborales; una carrera corta que me permitía titular e independizarme en un horizonte temprano. Así las cosas, durante tres años obtuve becas del Ministerio que me permitieron pagar las matrículas y los desplazamientos al campus. Los veranos, trabajé como preparador de frutas y verduras en unos almacenes de Mercadona. Allí me cayeron las primeras gotas de sudor en la frente y, envidié a mis compañeros de instituto; que con menos nota que las mía, cursaban psicología en universidades privadas, gracias a las chequeras de sus "queridísimos" padres.

Tras diplomarme en Relaciones Laborales eché cientos de curriculums y acudí a un sinfín de entrevistas de trabajo. Eran tiempos difíciles para los recién titulados. España acaba de entrar en la burbuja del ladrillo y, como ustedes saben, ganaba más dinero el vecino del tercero, haciendo amasijos de cemento, que dos (o tres) licenciados juntos. La universidad era – en palabras de Alejandro, el barrendero de mi pueblo- una fábrica de parados y, aunque fuimos la generación mejor formada de toda la democracia, nuestros títulos eran papel mojado en las junglas del mercado. Recuerdo que en la universidad de Alicante había matriculados más de treinta mil estudiantes. Un exceso de mano de obra que terminó – la mayoría de las veces – reponiendo yogures en las baldas del Eroski. El descrédito social de la universidad hizo que, miles de estudiantes abandonaran los libros y se subieran al tren inmobiliario. Hoy, muchos ex estudiantes de aquellos maravillosos años – arrepentidos por bajarse del carro de los estudios – pasan por mis aulas en búsqueda de un título, que les abra las puertas que cerraron en su día. Alumnos, como les digo, provenientes de familias arruinadas – como lo estaba la mía – y con necesidad de que el Gobierno les facilite el camino. Un Gobierno que, en días como hoy, beneficia a los pudientes y pone zancadillas a "los de abajo" para que no salgan de sus jaulas plebeyas. Las mismas zancadillas que pusieron los nobles a los burgueses para perpetuar sus intereses de clase.

Después de varios años ejerciendo como docente, decidí matricularme en la UNED en el grado de Sociología. Esta disciplina me proporcionaba una visión más general del ser humano que la perspectiva psicológica. Así las cosas, con enorme sacrificio, fui pagando todas las matrículas. Tras graduarme en Sociología quise realizar un máster en Ciencias Políticas que ofertaba – y oferta – la Universidad de Murcia. Un sueño roto por no disponer de los dos mil quinientos que costaba la matrícula y no cumplir con el requisito de "nota mínima" para conseguir una beca. Por dos décimas tuve que abandonar, durante un año, el tren de los estudios y ahorrar el casi "medio kilo" que me costaba "el billete". Tras renunciar a muchos cafés en el Halley, conseguí, por fin, que en mi cuenta bancaria aparecieran los cuatro dígitos deseados. Paradojas de la vida, al final no me matriculé en el máster sino que lo hice en tercero de Ciencias Políticas. Una decisión equivocada; si ahora, por las ocurrencias de Wert, los grados de la UNED se acortasen en el tiempo, y valiese lo mismo – a efectos laborales – un politólogo de cuatro que uno de tres. Un sinsentido similar sucedería si, por hache o por be, una “maratón" fuera de cuarenta y dos kilómetros en Nueva York y de treinta y cinco en París; o que un partido de fútbol – por poner otro ejemplo – durase noventa minutos en Castellón y sesenta en Aranjuez. Sería injusto, como les digo, porque los atletas y futbolistas no competirían en igualdad de condiciones y, sin embargo, obtendrían los mismos méritos a efectos deportivos.

La extensión de los másteres a dos años – segunda ocurrencia de Wert - supondrá que miles de estudiantes abandonen sus estudios. Los abandonen, cierto, porque no olvidemos que en la Hispania de Rajoy, la mayoría de los ciudadanos son desempleados, mileuristas o pensionistas. Así las cosas, el hijo del operario que quiera cursar un máster para labrarse un porvenir, lo tendrá crudo si no obtiene el siete de nota mínima para la obtención de una beca. Lo tendrá crudo, queridísimos lectores, porque la realización del máster supondrá para las arcas familiares un cuarto – o un quinto – de los ingresos anuales. No olvidemos que tales estudios costarán alrededor de cuatro o cinco mil euros; una cifra insoportable para una familia con hijos, en la que solamente trabaje el padre y cobre catorce o quince mil euros al año. Mientras los hijos de los operarios tendrán que conformarse con ser  titulados de tres años, los hijos de los banqueros – aquellos que votan a Rajoy – cursarán másteres y jugaran con ventaja en la cancha del mercado. Es, precisamente, la ideología liberal – la ley del más fuerte, económicamente hablando - la que se esconde detrás de las ocurrencias de Wert. Llegados a este punto, cabe que nos preguntemos: ¿cuál será la siguiente medida? El bachillerato de pago, la privatización de los ciclos formativos, o tener el carné Pepé para no ser excluido del sistema educativo. Está claro, clarísimo, que regresamos a los tiempos de Franco, donde solamente podían estudiar los "hijos de"; aquellos que sus padres regalaban conejos y naranjas al director del colegio, para que su Manolito fuera alguien el día de mañana.

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