Dice el extenso subtítulo de este libro que se trata de “Unas memorias literarias llenas de vida, anécdota, sabiduría, gente, personajes, audacia, cultura, violencia, gracia y destrucción”. Quizá son demasiadas palabras para definir algo mucho más simple: la catarata de literatura y mala leche que Umbral vierte en sus más de trescientas páginas. Y que conste que lo está diciendo un admirador de la prosa de Francisco Umbral desde hace 35 años.
En el prólogo del volumen, el madrileño afirma de todos los autores analizados en el libro (“analizar” quizá sea un verbo excesivo) que “los amo a todos, a los buenos y a los malos”; pero cuando sus dedos se dejan caer sobre las teclas de la máquina de escribir lo cierto es que los disparos que emergen de ella alcanzan unánimes en los corazones o las rodillas de sus colegas. Umbral no deja títere con cabeza, quizá recordando aquel verso donde César Vallejo hablaba de unos golpes tan tremebundos que parecían venir del odio de Dios. Umbral, aquí, es Dios. Su dedo señala y calcina: o por dentro o por fuera. Azorín realiza grandes esfuerzos para “ocultar al chufero valenciano”; Antonio Machado es buen poeta, pero tiene “sentencias de zapatero remendón”; Manuel Azaña era “feo y grande, miope y antipático”; Gabriel Miró era un genio literario, “pero en la vida sólo sabía hacer burocracia”; las críticas literarias de Clarín eran “de una vulgaridad casi intolerable”; Vargas Llosa es “un faulkneriano guapo y aburrido”; Max Aub tiene prosa “de viajante de comercio”; Francisco Ayala es “la mínima cantidad de escritor que puede darse en un escritor”; y a Camilo José Cela, al que elogia con párrafos hiperbólicos, ya se encargaría de destriparlo en otro libro, tras la muerte del Nobel gallego.
Innegablemente, resulta muy distraído leer estas semblanzas, por lo que tienen de divertidas, amenas o reveladoras; pero cuando se obturan los ojos después de tanta destilación de veneno gratuito tiende a pensarse que este ritual de hachazos ya no resulta tan admirable. Me gustó más hace veinte años que ahora. Este patio de Odiseo, lleno de sangre de los pretendientes, me ha provocado incluso rechazo en algunos tramos. No sé. Quizá me he vuelto viejo. O respetuoso. Quién sabe.