Usted quiere saber por qué y cómo empecé a escribir poesía y qué poetas o tipo de poesía me emocionaron e influyeron en mí. Para responder a la primera parte de esta pregunta diría que en primer lugar quería escribir poesía porque me había enamorado de las palabras. Los primeros poemas que conocí fueron canciones infantiles, y antes de poder leerlas, me había enamorado de sus palabras, sólo de sus palabras. Lo que las palabras representaban, simbolizaban o querían decir tenían una importancia muy secundaria: lo que importaba era su sonido cuando las oía por primera vez en los labios de remota e incomprensible gente grande que, por alguna razón, vivía en mi mundo. Y para mí esas palabras eran como pueden ser para un sordo de nacimiento que ha recuperado milagrosamente el oído: los tañidos de las campanas, los sonidos de instrumentos musicales, los rumores del viento, el mar y la lluvia, el ruido de los carros de lechero, los golpes de los cascos sobre el empedrado, el jugueteo de las ramas contra el vidrio de una ventana. No me importaba lo que decían las palabras, ni tampoco lo que le sucediera a Jack, a Jill, a la Madre Oca y a todos los demás; me importaban las formas sonoras que sus nombres y las palabras que describían sus acciones creaba en mis oídos; me importaban los colores que las palabras arrojaban a mis ojos. Me doy cuenta de que quizás, mientras repienso todo aquello, estoy idealizando mis reacciones ante las simples y hermosas palabras de esos poemas puros, pero eso es todo lo que honestamente puedo recordar, aunque el tiempo haya podido falsear mi memoria.
Me enamoré inmediatamente —ésta es la única expresión que se me ocurre—, y todavía estoy a merced de las palabras, aunque ahora a veces, porque conozco muy bien algo de su conducta, creo que puedo influir levemente en ellas, y hasta he aprendido a dominarlas de vez en cuando, lo que parece gustarles. Inmediatamente empecé a trastabillar detrás de las palabras. Y cuando yo mismo empecé a leer los poemas infantiles. y, más tarde, otros versos y baladas, supe que había descubierto las cosas más importantes que podían existir para mí. Allí estaban, aparentemente inertes, hechas sólo de blanco y negro, pero de ellas, de su propio ser, surgían el amor, el terror, la piedad, el dolor, la admiración y todas todas las demás abstracciones imprecisas que tornan peligrosas, grandes y soportables nuestras vidas efímeras.
De ellas surgían los transportes, gruñidos, hipos y carcajadas de la diversión corriente de la tierra; y aunque a menudo lo que las palabras significaban era deliciosamente divertido por sí mismo, en aquella época casi olvidada me parecían mucho más divertidos la forma, el matiz, el tamaño y el ruido de las palabras a medida que tarareaban, desafinaban, bailoteaban y galopaban. Era la época de la inocencia; las palabras estallaban sobre mí, despojadas de asociaciones triviales o portentosas; las palabras eran su propio ímpetu, frescas como el rocío del Paraíso, tales como aparecían en el aire. Hacían sus propias asociaciones originales a medida que surgían y brillaban. Las palabras “Cabalga en un caballito de madera hasta Banbury Cross” (Ride a cock hurse to Banbury Cross), aunque entonces no sabía que era un caballito de madera ni me importaba un bledo donde pudiera estar Banbury Cross, eran tan obsesionantes como lo fueron más tarde líneas como las de John Donne: “Ve a recoger una estrella errante. Fecunda una raíz de mandrágora” (Go and catch a falling star. Get with child a mandrake root), que tampoco entendí cuando leí por primera vez. Y a medida que leía más y más, y de ninguna manera eran sólo versos, mi amor por la verdadera vida de las palabras aumentó hasta que supe que debía vivir con ellas y en ellas siempre. Sabía, en verdad, que debía ser un escritor de palabras y nada más.
Dylan Thomas
Manifiesto poético
Traducción: Pedro J. Albertelli
Foto: Dylan Thomas
Créditos: Getty Images