Revista Cultura y Ocio

Las palabras que decimos (y las que no)

Por Calvodemora

Al principio fue el verbo, que sonó como un disparo en mitad del silencio. No sabemos qué verbo fue ni quién lo pronunció. En el inventario de cosas que desconocemos está también el destinatario fabuloso de esa primera orden. Lo que no deja de producirnos asombro (y con el asombro juntamente la fascinación y el agradecimiento) es la belleza de las palabras, su magisterio. Aceptamos que incluso no sean capaces de contar lo que deseamos y que a veces exhiban flaqueza o que enfermen o que mueran, pero no tenemos mejores instrumentos con los que descerrajar la tapa de lo real. No hay día en que no piense en lo maravillosas que son y en lo poco que las veneramos. No hay religión que no las mime y ninguna ha llegado a gobernar el alma de sus fieles sin mirarlas muy de cerca y tocarlas y apreciar cuáles son las más válidas y qué efecto harán, contadas como si fuesen un bálsamo o un paliativo contra el dolor. Las palabras son el germen, el embrión de la idea. Lo que sucede al escucharlas o al leerlas es pura magia, por mucho que la lingüística las pese y las mida, las haga entrar en un tubo de ensayo o las exponga al riguroso método de la ciencia. Las palabras están conectadas con el alma. De hecho podríamos pensar que el alma está formada por todas las palabras que hemos ido usando, las que hemos dicho, las que hemos escuchado, las escritas, las leídas, incluso las otras, las que no nos tocaron, todas las que pasaron de largo, las de otros, las ajenas. Todas se buscan y se abrazan y forman el alma, que es la que los creyentes dicen que se salva cuando el cuerpo desaparece. Por eso fue al principio la palabra, la palabra como un soplo de vida. Y hay días en que desearía uno que valiesen más de lo que valen y sirviesen más de lo que sirven. Que las palabras cuenten el mundo y zanjasen la inclinación del hombre a que lo cuenten los gestos, que traen a veces el esplendor y otras, cuando se oscurecen, la miseria, el ocaso. Y hay gestos maravillosos que valen más que muchas palabras juntas. No hay palabra que tenga el tamaño de un abrazo o de un beso. Las palabras son abrazos invisibles, besos que no rozan los labios. Quien sabe esto, abraza y besa sin que nadie se escandalice de lo cariñoso que es o de lo necesitado que está de amor. Hay quien se siente abrazado y besado cuando escucha las palabras adecuadas y advierte que le penetran y se quedan adentro, como si fuesen la residencia en la que van a vivir en adelante. 

En este mundo de ahora, problemático y febril, como reza el tango, no hay llave que abra más puertas que la de los idiomas. No cabe que todos hablemos el mismo, así que hay que fomentar la utópica idea de que podamos hablarlos todos. El enemigo deja de serlo cuando conoces el idioma en que te acusa. Las guerras son, en realidad, una extensión de la falta de comunicación entre los pueblos. No hay conflicto entre quienes usan las mismas palabras para nombrar al mundo. Y los que hubo, todas esas infames guerras civiles que el amable y memorioso lector puede contar, fueron porque las palabras que se usaron no fueron las precisas ni llegaron al lugar al que pretendían. La guerra es siempre el fracaso de la palabra. Decía Borges que el escritor, al principio, es vanidosamente barroco y que luego devenía en una suerte de fabulador impreciso, que sin conocer la trama completa, la iba arañando, requisando los elementos que la componen, hasta que consigue entenderla y la hace suya, sin retorcimientos, sin caer en la espesura. Las palabras que no entendemos, las que no dominamos, al pronunciarlas, emborronan el mensaje, lo fatigan, lo conducen al lugar en el que no deben estar; pronunciadas de cierta forma, escritas en cierta manera, manipulan, engañan, hacen de quien las lee o las escucha un adepto, un cómplice, un votante, un enamorado. 


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