Revista Cultura y Ocio
Los diccionarios son países que no vienen en los atlas y a poco que los observes descubres que cada palabra es una provincia y que todas están unidas a través de una especie de tupido alcantarillado ideológico.
La palabra bruja es un territorio con escaso tráfico porque en estos tiempos las brujas no son lo que eran y sólo se dejan ver por cuentos infantiles y en algunos chistes sobre suegras.
No se sabe quién excavó los túneles que facilitan el trasiego de una palabra a otra y asombra que haya túneles que conecten palabras distantes.
Un asunto de gran interés es recuperar palabras olvidadas y ponerlas de nuevo en circulación. Anoche mismo oí a mi buen amigo K. pedir en la barra de un bar una copita de aguardiente. A otros les parecerá cosa baladí, pero a mí me causó un hondo quebranto emocional este hallazgo semántico porque hacía años que no la oía y de pronto sonó como una algarada de caballos salvajes alejándose de una tormenta. Hasta el propio camarero quedó como aturdido al punto de que K., incómodo, quizá arrepentido de haber hurgado tan abajo en la escala semántica, pidió un café con leche en su lugar. Zozobra semántica, le dije. Debajo de las palabras, en su envés más oculto, reside a veces su significado más válido.
Hay que tener cuidado con las palabras que escogemos cuando hablamos. No quiero ni contar el que debemos tener cuando escribimos. Si acudimos a provincias remotísimas del diccionario, de ésas a las que apenas llega nunca nadie y a las que casi nadie tiene en consideración, podemos sacudir tal vez inconvenientemente la conciencia lingüística del que escuchar y evidenciamos, una de dos, o su pobreza verbal o su incompetencia cartográfica.
Soy de la opinión de que igual que venimos al mundo correctamente abastecidos de vísceras, arterias, nervios y hasta un corazón alegre y brioso que todo lo baña de entusiasmo, deberíamos traer de fábrica un conocimiento exacto de todas las palabras del diccionario. No me canso de pensar en la cantidad de problemas que solucionaríamos con este equipamiento de serie, digamos. Probablemente seríamos capaces de entendernos ya de forma definitiva. La escuela tan solo matizaría algunos significados. La educación doméstica afianzaría lo vertido afuera. Se puede expresar al revés: la casa matiza, la escuela afianza.
A ojo rápido, sin analizar en detalle el cómputo de los siglos, llevamos toda la vida sin ponernos de acuerdo. Hablo de la vida desde el cretácico, por ejemplo. Paradójicamente todo lo que se echa en falta a la hora de entendernos es una buena mordaza con la que silenciar los argumentos de quien no comparte los nuestros y se posiciona por delante en la contundencia de los suyos. No sabemos entendernos: hacemos que las palabras se despeñen, hacemos que estallen desde dentro, hacemos que sean torpes y mueran, anoréxicas, nada más rozar el aire. Si la mordaza no satisface enteramente al noble deseo de hacerle ver que lo que pensamos es lo prudente y lo correcto, entonces podemos recurrir al cuchillo, a la honda, a la bala en la nuca o al napalm. Llevamos algunos milenios recurriendo a estos competidores infames de la palabra a la hora de zanjar disputas.
Y pasa todo esto porque no disponemos del vocabulario preciso. Ya venimos defectuosos de fábrica (todo muy campechanamente escrito) y encima la vida, en vez de enmendar esa merma, lo que hace es agrandarla y convertirla en tara.
Hay más palabras que no digo que palabras que digo. En esto pensé anoche antes de dormir. De verdad que me alegró esa circunstancia estrictamente semántica. La de cosas nuevas y cosas grandes que me queda por aprender. La cantidad de palabras que están aguardándome. Los placeres que no conozco. A algunos les importa una mierda (me estoy encabritando, perdonen, por favor) carecer de las competencias semánticas. Las reemplaza a capricho con un variado y tenebroso surtido de artefactos de combate. Las noticias las preñan de sucesos que evidencian el amor que le profesamos a la fuerza bruta, al comercio de armas y a su uso indiscriminado en cuanto la ocasión lo requiere. Podemos sepultar en cal viva la historia de la filosofía y la de la literatura (la religión va por otro lado) sin que nos de un punto de rubor.
Podemos reventar de cuajo, a base de golpes, todos los consensos democráticos y todas las leyes arbitradas por hombres y mujeres juiciosos e investidos de todos los plácemes de la razón limpia y pura si a cambio ganamos al otro la partida y así deja de incomodarnos. No está bien eso de que el vecino nos lleve la contraria.
¿Para qué discutir si podemos resolverlo a hostias?, rezaba un chiste de Forges o era de El Roto que leí hace ya algunos años. Cuando somos extradamente educados y la buena formación cívica que hemos recibido nos aparte del uso de la fuerza bruta, también podemos recurrir al uso bastardo de la palabra y de esta retorcida manera continuar la empresa antigua que consiste en imponer el criterio propio a la discrepancia ajena.
. El lenguaje es un juguete belicoso, en el fondo, que igual sirve para el galanteo lúbrico de los amantes que para justificar las razones de la bestia antes de embestir a su presa. El que arenga a la tropa debe conocer los mecanismos metalingüísticos que contribuyen a que su texto salve la distancias, rebase las trincheras morales y se instale de forma duradera y firme en la conciencia (manipulada) del que escucha. Los políticos y los curas son gente experta en esta oratoria interesada y ganan público (votantes, unos; feligreses, los otros) a mayor beneficio de su causa. Son formas de ganarse la vida, que nace ya perdida de antemano y por eso empleamos su travesía en amañar trucos y en adquirir destreza en el noble arte de la guerra, aunque sea guerra doméstica y consista a veces en quedarnos por encima del otro, del que nos incordia, del que no es (qué le vamos a hacer) un igual. Hay miedo al otro, pero es un miedo lingüístico. Al enemigo, sobre todo, se le derrota hablando. Lo de las bombas es un recurso drástico, contundente, pero no el más eficaz. De hecho todas las guerras del mundo nacen con una declaración. De igual modo se acude a las palabras cuando se cierran. Se podrían evitar estos dos hechos (uno lamentable; el otro, en cierto modo, también) si los contendientes hubiesen hablado mucho y hubiesen usado las palabras convenientes antes de decir las inconvenientes, las que abren las heridas o las que las causan. Las palabras, en fin, quedan pues en sublimes artefactos mentales, en pequeños tesoros cuyo dominio nos hace más libres, pero ay, caso de que se nos escurran, si no alcanzamos a gobernar su infinito arsenal de posibilidades expresivas entonces terminamos a puño limpio, sacando flechas del boj, arrojando gas mostaza al vecino, fusilando al hermano, partiéndole la boca al que, animado, bien abastecido de palabras, como si fueran vísceras o fueran sangre, tiene la osadía de llevarnos alegremente la contraria. Un buen cabrón culto.
Las palabras, esas menudencias fonéticas con las que nos explicamos la realidad, son las que fallan. El que las ignora o se pierde en su vértigo es carne de cañón, pieza fácilmente manipulable, torpe soldado de batallas que no alcanza a entender. En cambio, el que las domina es el verdadero estratega de lo real: no sólo esquiva en lo que puede esa manipulación sino que la ejerce en los demás a beneficio propio. El artefacto físico en el que las palabras perduran y asientan su poso de sabiduría es el libro.
"Todo lector es el elegido de un libro" Edmond Jabés
Cada libro, en cierto modo, es la historia particular del lector que lo abre. No existe como libro hasta que alguien formula el rito de su imposición a la realidad. Antes de ese acto mágico el libro es un objeto entre los objetos, como diría Borges, un fantasma, como diría Cela, que precisa un público para dejar de serlo. Jabés, el autor de la formidable cita que abre esta historia, va siempre más allá: viene a decir que el libro no sólo elige al lector sino que crea al escritor. El aburrido trabajo de contable de Kafka o de Pessoa seguro que consentía libros secretos dentro del abrigo. El otoño es propicio para esas escaramuzas. El libro se convierte así en un objeto clandestino, en un espejo furtivo de nuestra propia incertidumbre ante la vida. Se trata, al cabo, de nunca ir solo. El lector es una especie de enemigo acérrimo de la soledad. Busca siempre refugios, lugares donde otros desamparados facultaron las actas de una cofradía única, ajena al tráfago de las prisas del mundo vertiginoso que hemos inventando. El cófrade secreto, héroe de sus fugas, cómplice de la bondad del botín, no precisa correligionarios que le aplaudan los gestos, los títulos y los pies de página abiertos en cada capítulo, en cada pequeño verso. Ahora me voy al colegio. Pasen un buen día. Es lunes, pero seguro que tienen algunas palabras (cosidas unas a otras) que amansedumbran el alma, la apaciguan, la ponen a bailar como una loca.
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