Las palabras te dibujan ante el otro como una fotografía al detalle. No existe mejor definición de uno mismo que la que emana de las palabras que pronunciamos.
El alcalde de Sevilla, Alfredo Sánchez Monteseirín, suele perderse la mayoría de las veces mediante las palabras que emanan de su boca, especialmente las pronunciadas en público, al oído de todos. Y si le pierden las que se dicen ante el notario de la actualidad, no me quiero ni imaginar el discurso privado, el que aflora para los íntimos que esperan sólo lo que quieren oír.
Porque las palabras son siempre inofensivas, no así las intenciones que ocultan, las que esbozan con su filo metálico de voz. A Monteseirín el hilo del discurso lo traiciona, porque desvela las intenciones ocultas que no se quieren reconocer. Y dichas intenciones no son siempre tan legítimas ni democráticas, sobre todo cuando se siente contrariado, o cuando alguien no acata el orden de los acontecimientos que él impone con su bastón de mando de mariscal.
Le está ocurriendo ahora con el conflicto con la policía local de Sevilla, pero le sucedió con anterioridad en su ya dilatado enfrentamiento con la plantilla de Tussam. Es su particular manera de estigmatizar a colectivos enteros que no se pliegan como corderos a sus deseos y defienden legítimamente sus derechos ante sus unilaterales imposiciones. En realidad se trata de eso, de dar visos de legalidad a una permanente negación de los derechos legalmente reconocidos.
Un responsable público debería pensárselo dos veces antes de llamar “radicales”, con lo que el significado de dicha palabra representa en la sociedad española de hoy, a los agentes encargados de velar por la seguridad de todos.
Porque si el mantenimiento del orden está en manos de unos “radicales”, qué tranquilidad se transmite al resto de los ciudadanos. De ahí a pasar a llamarlos “violentos” o “kaleborroka” (por no decirles terroristas directamente) como sucedió con los trabajadores de Transportes Urbanos, sólo hay un paso.
Conviene recordar que ya hay un representante político imputado, el anterior vicepresidente Guillermo Gutiérrez, por un presunto delito de injurias. Porque las palabras nos apresan y nos definen. Y no podemos renegar de ellas cuando nos interese.
Hay que analizar que, curiosamente, las circunstancias en las que se producen estos discursos con los que se criminaliza a quienes nos son molestos son siempre bastante parecidas. Incluso idénticas.
En el caso de la policía local un sindicato profesional que no sigue las pautas de los tradicionales y que no tiene reparo alguno en reivindicar de manera enérgica lo que creen que les corresponde. Es comprensible que el alcalde prefiera a otros más dóciles y serviles, pero la realidad es la que es y para transformarla existe una herramienta llamada negociación.
En Tussam sucedió lo mismo con la Agrupación Sindical de Conductores (ASC), sindicato cuya aniquilación llegó a convertirse en la única obsesión de la dirección de la empresa, por encima incluso de la viabilidad de la misma. Ambos, sin embargo, han obtenido su representación de manera legítima, emanada del voto libre en las urnas de los trabajadores a quienes representan. Resulta muy poco democrático, por no calificarlo de otra manera más dura, no respetar esa legitimidad.
Sin embargo, por sistema, a este tipo de organizaciones sindicales se les niega el pan y la sal y se les acusa poco menos que de antisistema, cuando en realidad quienes están ignorando la esencia misma del sistema que dicen defender son quienes se han anquilosado en la tela de araña del poder establecido.
Y se recurre al engaño de las palabras malintencionadas para presentar como “radical” el no aceptar una decisión impuesta sin diálogo ni negociación, a pesar de que el derecho reivindicado existe y está reconocido, a veces incluso por la propia firma del poder que lo combate.
Qué puede haber de radicalismo en realizar un acto de protesta irónico festivo en las puertas del ayuntamiento u otro de similares características durante los actos de beatificación de María. Sin ir más lejos, cada vez que uno de los dos equipos de fútbol de la ciudad gana un título se paraliza la ciudad entera y no se escuchan este tipo de manifestaciones.
El miedo a ser desalojado del poder acaba por desembocar en pánico a la libertad. Y al alcalde de Sevilla, después de tantos años en el poder, la libertad lo paraliza como a los niños el temor a la oscuridad de la noche. Así es más que improbable que se pueda conducir el rumbo de una ciudad a buen puerto. Es la realidad la que se está encargando de demostrarlo.