Revista Ciencia

Las paradojas de la guerra: “Una visita a Otorikuma”

Publicado el 31 agosto 2013 por Rafael García Del Valle @erraticario

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Hoy en día Otorikuma es considerado el historiador más genial del Japón, aun cuando desde hace muchos años no haya publicado ninguna obra nueva. Es un anciano modesto y pequeño, tiene setenta y cinco años de edad, y vive privadamente dando lecciones a estudiantes de la Universidad.

Fui a verlo con la esperanza de saber por su medio qué piensan hoy, acerca del mundo, los japoneses más inteligentes. Pero Otorikuma no gusta hablar acerca de su patria. Me habló en perfecto inglés:

- Yo era contrario a la última guerra, y por muchas razones, algunas buenas y otras malas. El Japón había vencido la vez primera a un coloso, la China; la segunda vez venció a otro coloso: Rusia. Pero éstos eran gigantes avejentados, enfermos, todavía medievales. No debía ahora enfrentarse contra un tercer coloso en pleno crecimiento de fuerzas y de ambiciones, como son los Estados Unidos. Una vez que se han dado dos golpes con buen éxito es una locura arriesgarse a dar un tercero y un cuarto. Ahí tenemos a Napoleón: había conquistado a Alemania e Italia, pero no logró el mismo éxito contra Inglaterra y se vio arruinado en la campaña de Rusia.

»En el año 1853, los norteamericanos habían obligado al Japón, con amenazas, a abrir sus fronteras a la civilización del Occidente, y nosotros, en lugar de resistir, nos convertimos en alumnos e imitadores de Europa y de los Estados Unidos. Fuimos discípulos excelentes, pero es muy difícil que el alumno pueda superar al maestro si continúa obrando en el mismo plano de la enseñanza recibida. A pesar de las amenazas hubiéramos podido continuar siendo un pueblo de samurai, de artistas y poetas; en cambio, quisimos convertirnos en un pueblo de fabricantes, de ingenieros y navegantes. Traicionamos el espíritu antiguo de nuestras tradiciones nacionales y finalmente sobrevino el castigo.

»Si un pueblo de ruiseñores siente envidia del águila y pretende parecerse a los gavilanes, acaba por ser víctima del cóndor. Pero, le suplico que abandonemos este tema, demasiado doloroso para mi viejo corazón».

-¿Qué piensa acerca de la tragedia actual del mundo?

- Si en verdad es una tragedia, no puede concluir más que en una catástrofe. Pero también puede ser que sea una tragicomedia, y entonces también puede concluir en un contrato de bodas. Pero yo soy historiador, no profeta. Ya que tiene la bondad de escucharme, deseo hablarle de las muy extrañas paradojas que se han producido después de la última guerra.

»En otros tiempos, y bajo otras civilizaciones, las naciones derrotadas eran obligadas a ceder territorios y a pagar indemnizaciones, pero los jefes de esas naciones, y menos aún los jefes militares, no eran procesados por los vencedores. Los monarcas abdicaban a veces, pero por su propia voluntad; los generales vencidos podían ser castigados por sus gobiernos, pero no por los vencedores; el dolor y la vergüenza de la derrota ya eran de por sí un duro castigo. Ahora, en cambio, los jefes políticos y militares de los países vencidos son considerados delincuentes, y como tales son procesados y castigados. Este es un hecho completamente nuevo en la historia moderna. Se ha hablado de «criminales de guerra», pero todos los ejércitos que están en guerra cometen, en formas más o menos graves, lo que se llama «atrocidades». Si los vencidos hubieran resultado vencedores, con los mismos pretextos hubieran podido declarar «criminales» a los mismos hombres que han sido sus jueces. Si mañana hubiera otra guerra, cualquier general de  cualquier país puede correr el riesgo de morir ahorcado o fusilado si no tiene la fortuna – a veces puramente fortuita -, de pertenecer al bando de los vencedores.

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»Pero, hay otra paradoja aún más sorprendente. Los vencedores sacrifican millones de vidas y gastan centenares de miles de millones para lograr la victoria, pero inmediatamente después se apuran a gastar otros centenares de miles de millones para alimentar a los pueblos vencidos, para darles los medios de reparar las ruinas de la guerra, para levantar otra vez las industrias, para alcanzar un mejor nivel de vida y lograr una mayor prosperidad. Este singular espectáculo se vio ya después de 1918, pero ahora es todavía más espectacular. El hombre común de la calle podría pensar que era mucho más sencillo ahorrar los millones destinados a la destrucción, con lo cual también se ahorrarían los destinados a la reconstrucción, millones todos que proceden de los combatientes y de los contribuyentes del pueblo victorioso.

»Pero hay todavía otra paradoja aún más increíble e inverosímil. Los vencedores han gastado profusamente vidas y millones para aniquilar a las fuerzas armadas del adversario, y apenas obtenida esta finalidad que parecía ser para ellos de importancia vital, se apresuran a proporcionar fusiles, cañones, aeroplanos y miles de millones a los pueblos vencidos a fin de que el día de mañana éstos se conviertan en sus aliados contra algunos de sus aliados de ayer. Sería algo similar que la policía, después de desarmar a una banda de malhechores, pusiera en manos de éstos armas más poderosas que las que antes tenían, y los invitara a combatir contra las milicias auxiliares que participaron en su captura.

»Estas paradojas no son absurdos inventos de mi fantasía, podría leer las pruebas y confirmaciones en los diarios de todos los países. Ciertamente, en estas paradojas hay una necesidad dialéctica en vías de realización, pero deberá usted confesar que se trata de una dialéctica diabólica o, mejor aún, demente. Según mi parecer, la verdad es que, desde 1914, el género humano ha sido herido por una forma grave de locura colectiva, la que por el hecho de ser común y universal no es advertida y reconocida como locura auténtica. Lo que sucede en los últimos lustros no es juzgado fruto de la fiebre o del delirio, como es en realidad de verdad, sino simplemente se le considera un desarrollo natural de la vida humana. Ninguno piensa o puede pensar, consiguientemente, en una verdadera y apropiada curación. El frenesí y la obsesión parecen estados normales y nadie se da cuenta de las alocadas paradojas a que se ven arrastrados los hombres.

»Esta enfermedad, lo mismo que todas las enfermedades mentales, tiene un desarrollo caprichoso y cíclico: a los ataques de furor homicida de los períodos 1914-1918 y 1939-1945, suceden períodos menos violentos, pero en los que son evidentísimas y constituyen un pavoroso preludio de otros ataques furiosos, las manías de persecución, de grandezas, la manía del suicidio, de la destrucción y otras igualmente peligrosas. La humanidad tendría necesidad urgente de una cura drástica y radical, pero, ¿dónde están los siquiatras titanes capaces de intentarla? Cuando la Tierra toda es un manicomio hasta los médicos y enfermeros se ven reducidos a ser simples espectadores impotentes o se vuelven locos igual que sus pacientes. Esta locura, colectiva e incurable, conducirá probablemente a un exterminio total o a un suicidio universal. Solamente la Divinidad podría curar y traer la salvación, pero hasta ahora Dios guarda silencio, y ese silencio de Dios es quizá la más terrible condenación de los hombres».

Otorikuma cesó de hablar y me miró. Por la expresión de mi rostro debió darse cuenta de que sus pensamientos me habían turbado y entristecido, pues me estrechó fuertemente la mano derecha con sus dos pequeñas manos y me acompañó obsequiosamente hasta la puerta.

(GIOVANNI PAPINI, El libro negro)

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