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Las paredes enteladas

Publicado el 23 enero 2012 por Francisco Francisco Acedo Fdez Pereira @Francisacedo
Evocaba en el anterior post la música de Mercedes Sosa y ésa me trae siempre -además del recuerdo de Papá- la memoria del entelado escocés de la biblioteca de casa de Abuela Candela. Allí sonaba, junto con Cecilia, Serrat, Maritrini, Lole y Manuel o María Jiménez, en el modernísimo equipo de música de Tía María Cruz. En aquella casa viví desde los cuatro o cinco años, junto a ella y los Abuelos, cuando las complicaciones del nacimiento de mi Hermano y otras cuestiones, que no vienen mucho al caso, así lo dispusieron.
Esa biblioteca era todo mi mundo de niño, un lugar fascinante para mí, lleno de libros perfectamente alineados y colocados, que abría al azar y me sumergía en ellos. En aquella lejana niñez mía sólo había dos canales de televisión, a saber, el UHF y el VHF. Si a ello unimos que, cuando yo tenía ocho años, murió Abuelo Manolo y el luto en que se sumió todo apagó la televisión durante un buen tiempo, encontraremos una clave más de mi temprana pasión por la lectura. Después del almuerzo y de la cena Abuela leía durante media hora en voz alta el Quijote y la Sagrada Biblia y cuando se llegaba a la última página, se volvía nuevamente a la primera sin solución de continuidad. El Quijote era de mi Bisabuela Serafina y está en casa, en la sección de literatura española, que ocupa buena parte del cuarto de invitados. La Biblia, que fue regalo de Tío Manuel, canónigo primo de Abuelo Manolo, lleva estampadas las firmas de Juan XXIII y Pablo VI (Pontífice por el que Abuela sentía pocas simpatías que todo hay que decirlo) la llevé a Santo Antonio años después y en cuya Iglesia está entronizada. Tengo repartidos miles de libros entre casa, Santo Antonio y algún otro sitio, pero éstos son dos de los que más aprecio, al tocarlos vuelve el recuerdo de aquel niño de ojos tristes que presidía, como hombre de la casa, la mesa y el Santo Rosario y que todavía, cada día al rezarlo, es el niño el que sigue desgranando las cuentas y recitando pausadamente las oraciones y las Letanías Lauretanas en latín, tal y como las aprendió entonces.
Pero aquel niño tímido de ojos tristes no se conformaba con aquellas dos lecturas y compraba cómix (que entonces se llamaban tebeos) y libros con la paga del fin de semana y deseaba que llegaran cumpleaños, onomásticas, Reyes, fines de curso o cualquier otra ocasión, para pedir libros de regalo. En mis estanterías iba naciendo el germen de mi biblioteca y uno de los mejores momentos de mi vida fue cumplir dieciocho años y recibir de Abuelo Narciso los más de mil volúmenes que reunió su Padre (con quien comparto nombre y apellido) apasionado por el teatro y la novela decimonónica. Esos libros que guardaba en su despacho solemne de muebles castellanos, cuajados de cabezas de guerreros y cristales emplomados, y que a nadie dejaba tocar los depositó en mis manos. Descubrí entonces una faceta del Bisabuelo que no podía intuir viendo el rictus severo y solemne que mostraba en retratos y fotografías: el Bisabuelo Francisco era aficionado a la literatura erótica... Cuando se lo dije a Abuelo Narciso se le cambió el semblante, no había apartado aquellos volúmenes. Sonrió pícaramente y me dio también su pequeña colección. Dicho sea de paso, esos libros que en su día serían subidísimos de tono, hoy no sonrojarían ni a una ursulina, aunque las monjas desde que dejaron la toca para colgarse el bolso, ya no son ni sombra de lo que eran. Cuando Abuela Vicenta se entero del asunto de los libros pícaros, para compensar, imagino, me entregó unos cuantos misales, devocionarios y libros piadosos, entre ellos uno cuyo nombre me impactó: Camino Recto y Seguro para ir al Cielo, de San Antonio María Claret, que se convirtió en mi libro de cabecera una buena temporada. Además me regaló un hermoso relicario en forma de cruz con dos Reliquias del Santo. Ése está a buen recaudo en una de mis Lipsanotecas. Me estoy yendo por las ramas...
Vuelvo a la biblioteca de casa de Abuela Candela, donde nació mi pasión por la lectura, donde me refugiaba de noche cuando no podía dormir y me tumbaba en el sofá cubierto por mis mantas de viaje. Tal vez, por eso, cuando años después, ya muerta Abuela, volví a vivir en aquella casa, instalé mi cuarto en lo que había sido la biblioteca, el lugar donde me refugiaba de los fantasmas que ya empezaban a rondarme. El sofá pasó en ese momento a mi despacho (que instalé donde Abuela tenía el comedor) y me ha acompañado desde que lo heredé. En él estoy sentado ahora, con Pepón, mi eterno siamés, dormido sobre mis piernas, y mis mantas de viaje están colocadas sobre los sillones... El niño de ojos tristes me mira con curiosidad desde el retrato que le pintaron con ocho años e intenta averiguar que queda de él en mí: el fondo de tristeza en la mirada y mucho más de lo que imagina. Yo lo miro y me sonrío y para evitar que vuele el pensamiento fijo mis recuerdos en el tartán que entelaba en su día las paredes de la biblioteca de Abuela. Las paredes enteladas

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