Revista Cultura y Ocio

Las pequeñas virtudes - Natalia Ginzburg

Publicado el 13 enero 2020 por Elpajaroverde
«Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no entra la cultura, sino sólo la memoria y la fantasía. Éste es mi oficio, y lo haré hasta que me muera. Estoy muy contenta de este oficio y no lo cambiaría por nada del mundo».
Las pequeñas virtudes - Natalia GinzburgNatalia Ginzburg, Levi de soltera, se declara una inepta para escribir ensayos, críticas, etc. Solo se cree apta para escribir historias, esas que se construyen entre la memoria y la fantasía (si es que ambas cosas no son la misma, si es que se puede marcar la difusa frontera entre las dos). Así lo cuenta en Mi oficio, uno de los breves textos reunidos en Las pequeñas virtudes, primer libro que os traigo este 2020. Sin embargo, las once narraciones que contiene este volumen casi podrían considerarse mini ensayos; con tintes autobiográficos, eso sí. Parece ser cierto eso de que la italiana necesita de la memoria para escribir. Pero no es menos cierto que esa misma experiencia vital que le sirve para crear ficciones también le sirve para reflexionar sobre hechos reales y acontecimientos pasados.
La Ginzburg (y le pongo artículo delante no por vulgarismo sino para equipararla a las grandes) habla de su oficio no como una obligación, sino como aquello a lo que uno está llamado a ser. Es una vocación que es importante descubrir. A ella se le reveló tempranamente aunque también nos cuenta de sus diferentes etapas y de su evolución.
La vida de la escritora no siempre fue fácil. Tuvo una infancia feliz en la que se sintió arropada por su familia. En Los zapatos rotos, narración sobre su estancia en Roma antes de reunirse con sus hijos a los que había dejado en Turín con sus padres, nos cuenta que «Fui mimada al principio por la vida, siempre rodeada de un afecto tierno y vigilante, pero aquel año en Roma estuve sola por primera vez, y por eso Roma me es tan querida, aunque está cargada de historia para mí, cargada de recuerdos angustiosos y de algunas pocas horas dulces».
El contexto histórico en el que le tocó vivir tuvo una notable importancia en su vida. No podía ser de otra manera en una Italia en la que Mussolini se alzó con el poder siendo ella y su familia de ideas tan contrarias al mandatario, así como también lo era Leone Ginzburg, su primer esposo, hecho por el que este perdería la vida.
Junto al él se exiliaría a un pueblo de los Abruzos. La idea del exilio es recurrente a lo largo de toda esta lectura. Los momentos de su vida en los que no ha podido escribir o se ha sentido incapacitada para ello también los trata como un exilio. «Todas las certezas de entonces nos han sido arrancadas y la fe ya no es algo sobre lo que al fin se pueda dormir», nos cuenta en El hijo del hombre. Tanto dolor y tanto sufrimiento también debió de ser para ella una enseñanza.
«Una vez que se ha sufrido, la experiencia del mal no se olvida ya. Aquél que ha visto derrumbarse las casas, sabe demasiado claramente cuán perecederos son los jarrones con flores, los cuadros, las paredes blancas. Sabe demasiado bien de qué está hecha una casa. Una casa está hecha de ladrillos y cal, y puede derrumbarse. Una casa es algo no muy sólido. Puede derrumbarse de un momento a otro. Más allá de los serenos jarrones con flores, más allá de las teteras, de las alfombras, de los pavimentos brillantes de cera, está el otro aspecto verdadero de la casa, el aspecto atroz de la casa derrumbada. No nos curaremos de esta guerra. Es inútil. No seremos jamás gente serena, gente que piensa y estudia y compone su vida en paz. Mirad lo que les han hecho a nuestras casas. Mirad lo que nos han hecho a nosotros. No seremos jamás gente tranquila».

Las pequeñas virtudes - Natalia Ginzburg

Logo de la editorial Giulio Einaudi, en la que trabajó Natalia Ginzburg

Natalia Ginzburg escribe, sin embargo, desde la tranquilidad. Se trata de la tranquilidad de la que la dota su buen oficio. Ya había disfrutado de la sencillez de su prosa, de su maravillosa mirada que se posa en los pequeños detalles y nos los devuelve repletos de significado y de sus deliciosos toques de ironía en su novela Todos nuestros ayeres. Con Las pequeñas virtudes se me confirma como una autora perteneciente a la cúspide de la literatura, o al menos a mi cúspide particular, cualesquiera que sean los requisitos necesarios para ingresar en esa cumbre.
Sean los que sean, a mí se me revelan ya desde el principio de este libro. Invierno en Abruzos, el texto que lo inaugura, aparenta ser una melancólica narración que, aunque retrata una época en la vida de la autora que se intuye debió pesar en su ánimo profundamente, a mí como lectora me transmite una plácida cadencia. Sin embargo, con la maestría de recurrir a tan solo dos párrafos, Natalia Ginzburg consigue asomarme al precipicio de lo que ese recuerdo supone para ella.
«Hay una cierta monótona uniformidad en los destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes viejas e inmutables, según una cadencia propia uniforme y vieja. Los sueños no se realizan jamás, y apenas lo vemos rotos, comprendemos de pronto que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. Apenas los vemos rotos, nos oprime la nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en este alternarse de esperanzas y nostalgias. 
Mi marido murió en Roma en las Cárceles de Regina Coeli, pocos meses después de que dejáramos el pueblo. Ante el horror de su muerte solitaria, ante las angustiosas alternativas que precedieron a su muerte, yo me pregunto si todo esto nos ha ocurrido a nosotros, a los mismos que compraban naranjas en la tienda de Giró y se paseaban por la nieve. Entonces yo tenía fe en un porvenir fácil y alegre, lleno de deseos satisfechos, de experiencias y de comunes empeños. Pero aquélla fue la mejor época de mi vida, y sólo ahora que ha huido para siempre, sólo ahora, lo sé». 
Natalia Ginzburg escribe de lo que sabe, de lo que ha aprendido, y es tristemente sabido para ella que se aprende más de los momentos dolorosos que de los felices. Por eso, aunque no reniega de los peligros de volcar en demasía el dolor en el acto de escribir, advierte de la inconveniencia de escribir desde la felicidad.
«Cuando somos felices, nos sentimos más fríos, más lúcidos y distanciados de nuestra realidad. Cuando somos felices, tendemos a crear personajes muy distintos de nosotros, a verlos a la helada luz de las cosas ajenas, apartamos los ojos de nuestra alma feliz y satisfecha y los fijamos sin caridad en los otros seres, sin caridad, con un juicio burlón y cruel, irónico y soberbio, mientras la fantasía y la energía inventiva actúan con fuerza en nosotros. Con facilidad logramos hacer personajes, muchos personajes, fundamentalmente diversos de nosotros, y logramos hacer historias sólidamente construidas y como secadas a una luz clara y fría. Lo que nos falta entonces, cuando somos felices con esa especial felicidad sin lágrimas, sin ansia y sin miedo, lo que nos falta entonces es una relación íntima y afectuosa con nuestros personajes, con los lugares y las cosas que contamos. Lo que nos falta es la caridad. Aparentemente, somos mucho más generosos, en el sentido de que encontramos siempre la fuerza para interesarnos por los demás, para prodigar a los demás nuestros cuidados, no nos ocupamos tanto de nosotros mismos porque no tenemos necesidad de nada. Pero ese interés nuestro por los otros tan carente de afectuosidad no capta sino unos pocos aspectos bastantes exteriores de su persona. El mundo tiene una sola dimensión para nosotros, está privada de secretos y de sombras, el dolor que nos es desconocido logramos adivinarlo y crearlo en virtud de la fuerza fantástica de que estamos animados, pero lo vemos siempre bajo esa luz estéril y fría de las cosas que no nos pertenecen, que no tiene raíces dentro de nosotros».

pequeñas virtudes Natalia Ginzburg

Leone y Natalia Ginzburg


Pareciera, por todo lo que estoy contando, que este libro tuviera sus raíces hundidas en la melancolía. Nada más lejos de la realidad. Tal vez sea el carácter de la italiana; tal vez, su nacionalidad, lo que la lleva a alejarse de esa tristeza invasiva.
En Alabanza y menosprecio de Inglaterra y «La mainson Volpé», textos ambos sobre el país anglosajón, la autora, aunque reconociendo y en parte admirando el buen funcionamiento de este, deja patente su minusvaloración hacia la melancolía británica que todo lo empapa y es tan contagiosa. Hasta un bello arbolito que se encuentra está ahí porque así se ha planificado «y el hecho de que esté allí, no por azar, sino en obediencia a un preciso designio, entristece su belleza». En Italia todo se deja más al azar y ella siente nostalgia por ese bullicio, por esa inteligencia latente en las calles y que sin embargo es tan poco práctica al estar tan poco aprovechada por no llegar hasta las instituciones.
Otras narraciones que aún no he citado son Retrato de un amigo y Él y yo.
Es Cesare Pavese el amigo retratado, un colega de carácter complejo al que aprecia y del que dice cosas tan bonitas como «En ocasiones estaba muy triste; pero nosotros pensamos, durante mucho tiempo, que se curaría de esta tristeza, cuando se decidiera a hacerse adulto: porque la suya nos parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y distraída del muchacho que aún no pisa la tierra y se mueve en el mundo árido y solitarios de los sueños».
Respecto a los él y yo del segundo texto que he mencionado se tratan de Gabrieli Baldini, segundo esposo de la escritora, y de la propia Natalia Ginzburg. En esta narración Baldini se nos revela como un hombre de actitud un cierto tirana (al menos de puertas para dentro) que hace sentirse empequeñecida a la escritora, lo cual no es óbice para que ella no sea consciente de sus propio defectos, tales como su pesadez y sus berrinches, de los que su esposo diría «que mi llanto es todo comedia; y quizá sea verdad. Porque, en medio de mis lágrimas y de su furia, yo estoy plenamente tranquila. Por mis dolores reales no lloro jamás». Al igual que en Invierno en Abruzos, lo importante para alcanzar toda la dimensión de este texto reside en su final.
Nuevamente nos encontramos con la tristeza y el dolor en estas narraciones y nuevamente he de volver a insistir en que la literatura de Natalia Ginzburg está por encima de la complacencia en la melancolía. Si algo me ha quedado claro tras leer Las pequeñas virtudes es que Natalia Ginzburg fue ante todo escritora y madre, que con el tiempo consiguió ser lo segundo sin renunciar a lo primero y que conquistó ese privilegiado equilibro, supongo que no siempre exento de ese sentimiento de culpabilidad que suele acompañar a las mujeres con hijos que no renuncian al ejercicio de su profesión, entre ambas facetas vitales. «¿Qué es la vocación de un ser humano, sino la más alta expresión de su amor a la vida?», se interpela y nos interpela la escritora italiana, y pienso que es ese amor a la vida, y no la tristeza o la melancolía, uno de los dos pilares fundamentales sobre los que la autora de estas once pequeñas grandes narraciones levanta su literatura. El mismo amor a la vida y la misma vocación auténtica que Ginzburg cree deber de todo padre y madre contribuir a descubrir a sus hijos. Así lo explica en el último de los textos de este libro del que este toma prestado su título:
«Pero si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de ella o la hemos traicionado, entonces podemos dejarles germinar tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y del espacio que requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Ésta es la única posibilidad real que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación: tener una vocación nosotros mismos, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida engendra amor a la vida».

Las pequeñas virtudes - Natalia Ginzburg

Pizzoli, pueblo de los Abruzos en el que Natalia Ginzburg vivió junto a su primer marido y los hijos del matrimonio entre 1940 y 1943. Fotografía de Winiar


Según me iba acercando al final de este libro recordé unas palabras que alguien le dedicó  a Clarice Lispector. Se trata de su colega y compatriota João Guimarães Rosa. Este le dijo una vez que él no la leía para la literatura sino que la leía para la vida. Recuerdo que concluí mi reseña de la biografía literaria de la brasileña escrita por Nádia Batella Gotlib confesando que yo también había leído a Lispector para la vida, esa vida que, tal y como Natalia Ginzburg nos dice en Las relaciones humanas, termina por enseñarnos «cómo se desarrolla la larga cadena de las relaciones humanas, su larga parábola necesaria, todo el largo camino que nos toca recorrer para llegar a tener un poco de misericordia». Porque es la misericordia y la compasión por el prójimo el otro pilar sobre el que se sustenta la literatura de la autora de esta biblia de la vida que es Las pequeñas virtudes. He descubierto que también leo a Natalia Ginzburg para la vida y que probablemente sea este el único requisito indispensable para ingresar en mi particular cúspide literaria.
«Ahora somos verdaderamente adultos, pensamos y nos sentimos extrañados de que ser adultos sea esto, y no verdaderamente todo lo que de niños habíamos creído, la seguridad en sí mismo, una serena posesión sobre todas las cosas de la tierra. Somos adultos porque tenemos a nuestras espaldas la presencia muda de las personas muertas, a las que pedimos un juicio sobre nuestro comportamiento actual, a las que pedimos perdón por las pasadas ofensas; quisiéramos arrancar de nuestro pasado tantas palabras crueles nuestras, tantos gestos crueles que hemos hecho cuando temíamos a la muerte, sí; pero no habíamos comprendido lo irreparable que es, lo sin remedio que es la muerte; somos adultos por todas la mudas respuestas, por todo el mudo perdón de los muertos que llevamos dentro de nosotros. Somos adultos por ese breve momento que un día nos ha tocado vivir, cuando hemos mirado como por última vez todas la cosas de la tierra, y hemos renunciado a poseerlas, las hemos restituido a la voluntad de Dios; y, de pronto, las cosas de la tierra se nos han aparecido en su justo puesto bajo el cielo, y así también los seres humanos, y nosotros mismos, suspendidos mirando desde el único puesto justo que nos es dado: seres humanos, cosas y memorias, todo se nos ha aparecido en su justo puesto bajo el cielo. En ese breve momento hemos encontrado un equilibrio en nuestra vida vacilante; y nos parece que podremos siempre recuperar ese momento secreto, buscar en él las palabras para nuestro oficio, nuestras palabras para el prójimo; mirar al prójimo con una mirada siempre justa y libre, no con la mirada temerosa o despreciativa de quien siempre se pregunta, en presencia del prójimo, si será su amo o su siervo. Nosotros, en toda nuestra vida, no hemos sabido ser más que amos o siervos; pero en ese momento secreto nuestro, en ese momento de pleno equilibrio, hemos sabido que no hay verdadero señorío ni verdadera servidumbre sobre la tierra. Así, ahora, miraremos en los demás si les ha tocado ya vivir un momento idéntico o si todavía están lejos de él; es esto lo que importa saber. En la vida de un ser humano, es el momento más alto; y es necesario que estemos con los demás teniendo los ojos puestos en el momento más alto de su destino».

Las pequeñas virtudes - Natalia Ginzburg

Placa del jardín Natalia Ginzburg en Turín. Fotografía de Loretta Junk


Ficha del libro:
Título: Las pequeñas virtudes
Autora: Natalia Ginzburg
Traductora: Celia Filipetto
Editorial: Acantilado
Año de publicación: 2002
Nº de páginas: 168
ISBN: 978-84-95359-66-7
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