El cristianismo constituye un fenómeno de la mayor importancia desde el punto de vista meramente histórico. Su aparición, en efecto, transformó toda la faz de la civilización europea, pues su expansión por el mundo occidental tuvo consecuencias esenciales no sólo en la vida cultural y religiosa, sino también en la esfera de lo social, lo político y lo económico.
El nacimiento y desarrollo de la nueva fe, desde ser la creencia de una comunidad perseguida hasta adquirir rango institucional reconocido por el emperador, tuvo lugar en una época marcada por una problemática específica. Durante mucho tiempo los cristianos fueron perseguidos, porque se les atribuía toda clase de crímenes nefandos: incendios, incestos, banquetes antropofágicos, asesinatos rituales y, en general, romper la concordia que existía en el imperio romano entre los dioses y los hombres. Así, en no pocos lugares y durante tres siglos los cristianos se convirtieron en los “chivos expiatorios” ante cualquier desgracia. No obstante, las ideas cristianas fueron despertando un creciente interés y estima que culminó en el éxito final del cristianismo.
Los tres primeros siglos de la historia de la Iglesia reciben a menudo el nombre de época de las persecuciones, o también el de época de los Mártires. Con razón, pues las sangrientas persecuciones llevadas a cabo por el estado romano confieren a este período su sello especial. No hay que creer en modo alguno, que los cristianos de entonces corrieran siempre al martirio con sentimientos de júbilo y entusiasmo. Las persecuciones, entonces como más tarde, fueron siempre un trance muy amargo y totalmente exento de romanticismo. La Iglesia no deseó jamás ser perseguida, y después de cada tormenta se alegró de que hubiera pasado.
¿Cómo fue que el estado romano se creyera obligado a adoptar ante los cristianos una actitud tan hostil? Conocemos a la perfección la elaboradísima construcción jurídica que es el derecho romano civil y administrativo. Sabemos que el Imperio romano observó desde siempre la más tolerante actitud frente a toda clase de cultos y convicciones religiosas.
Dentro de sus límites se podía venerar a Júpiter o a la Isis egipcia o a la Ártemis efesia, cualquier ciudadano podía hacerse iniciar en los misterios de Eleusis o en el culto de Mitra, podía hacer profesión de epicúreo o de escéptico, le era posible no creer en nada, adorar el Sol, ser judío; en una palabra, a nadie se molestaba, excepto a los cristianos. ¿Cómo se explica esto? Hay historiadores que opinan que en el derecho penal romano debía haber algún punto contra el cual chocaron los cristianos, desde un principio y por el hecho de ser tales, de modo que el estado no había tenido más remedio que perseguirlos. A este propósito piensan ante todo en la ley relacionada con el culto del emperador. El hecho de que los cristianos se negaran por principio a rendir culto al emperador, los hubiera colocado sin más ni más bajo las disposiciones penales de la lex maiestatis. Delito de lesa majestad era en su origen lo que hoy designamos con los términos de alta traición, rebelión o sedición contra la autoridad constituida. La ley era muy imprecisa, y algunos de los primeros emperadores, especialmente Tiberio y Domiciano, la extendieron ocasionalmente a delitos de lo más ridículo, así vender un jardín en el que hubiera una estatua del emperador, y otros supuestos agravios a la majestad imperial. Se comprende muy bien que una ley tan elástica podía aplicarse contra cualquiera, incluso contra los cristianos. El problema consiste sólo en si tal cosa ocurrió realmente.
Ahora bien, en todos los procesos de cristianos que conocemos, y conocemos bastantes, jamás se habla de delitos de lesa majestad. Sabemos, además, que la ley de majestad era usada por los emperadores contra sus enemigos personales, contra senadores y otros personajes encumbrados a quienes les interesaba eliminar. Las gentes sin importancia no fueron nunca afectadas ni por las más arbitrarias ampliaciones de esta ley. Pues bien, la inmensa mayoría de cristianos eran gente de humilde condición. Un mérito especial que se atribuye a Trajano, es que, a diferencia de su predecesor Domiciano, jamás quiso que se aplicara la ley de majestad. Fue precisamente Trajano quien dio al proceso contra los cristianos su definitiva forma jurídica. En cuanto al culto al emperador, claro está que una negativa prestarlo podía ser considerada como un delito de lesa majestad. Sólo que no debemos imaginarnos este culto como si consistiera una religión, o un acto cultural que se repitiera regularmente y en el que todos estuvieran obligados a participar. Lo mismo que para otras divinidades, también para el nomen del emperador reinante o de otros anteriores, como por ejemplo Augusto, había colegios sacerdotales que en determinadas ocasiones debían realizar ciertos actos de culto. Perturbar estos actos culturales hubiera sido, desde luego, un sacrilegio. Pero el culto al emperador no requería, como tampoco los demás cultos de la religión oficial romana, la presencia de ninguna comunidad que tomara parte en los ritos. Quien no estuviera obligado en virtud de su cargo a realizar un acto de culto, podía durante toda su vida abstenerse de tomar parte en ninguno, sin conculcar con ello ley alguna. Quien no quiera comprometerse en tales cosas, no tiene más que quedarse en casa o torcer por otra calle. Por lo demás, jamás los cristianos se negaron a participar en semejantes ceremonias con su presencia pasiva.
Uno de los más rigurosos moralistas de la antigüedad, Tertuliano, en su libro Sobre la idolatría trata a fondo de tales casos, y opina que un esclavo puede acompañar sin escrúpulos a su señor cuando éste asiste a una ceremonia pagana. Incluso en el ámbito familiar, el huésped cristiano podía presenciar tranquilamente cómo el pater familias realizaba uno de los cultos del paganismo. La cosa sólo se ponía difícil cuando uno se veía obligado, en virtud de su cargo, a realizar en persona tales actos, y esta dificultad afectaba sobre todo a los funcionarios superiores. Tertuliano duda mucho que un cristiano situado en posición encumbrada, sea capaz de sortear sin percance todos los escollos de la idolatría. Mas en el período de las persecuciones era muy raro que un cristiano ocupara un puesto de gobierno; en todo caso, apenas se encuentra ninguno entre los numerosos mártires que conocemos. Otros creen que los cristianos se habían hecho reos de sacrilegio, o al menos del delito de realizar ritos prohibidos, al celebrar su culto divino.
El concepto de sacrilegio era muy preciso y significaba la profanación de una cosa sagrada. En tal condición vienen a cuento sobre todo los templos, altares, imágenes de dioses y sepulturas. Sabemos, empero, que en la época en cuestión los cristianos, se abstenían prudentemente de realizar semejantes profanaciones. Sólo leyendas muy posteriores han atribuido tales hechos a los mártires cristianos. En cuanto a los cultos prohibidos, es cierto que según la antiquísima ley de las Doce Tablas estaban proscritos todos los cultos no romanos, o al menos su celebración se hacía depender del beneplácito de las autoridades. Pero esta disposición hacía tiempo que estaba olvidada. En la época imperial ninguna ley ni ninguna autoridad se preocupaba de los innumerables cultos extranjeros e indígenas que se practicaban en Roma y en todas las partes del Imperio, supuesto siempre que no perturbaran la paz pública. Aparte de esto, la celebración de los misterios cristianos ni siquiera aparecía como un culto a los ojos de los paganos. Los cristianos no tenían ni templos ni altares en el sentido tradicional, ni imágenes sagradas, ni sacrificaban víctimas ni ofrecían incienso. Precisamente la opinión pública les reprochaba el ser athei, hombres sin culto.
Podemos, pues, preguntarnos: Si de veras había en el derecho penal romano una disposición que los cristianos conculcaban o con su simple existencia o con su forma de vida, hasta el punto que las persecuciones debían desencadenarse, por así decir, de oficio y de modo automático, ¿cómo se explica que durante siglos se fueran dictando nuevas leyes contra los cristianos, y leyes además totalmente distintas entre sí por su estructura jurídica?
Lo que ocurre, es que los historiadores tienen una opinión exageradamente elevada del Imperio romano como estado de derecho; y esto explica sus vanos y reiterados empeños por encontrar una base jurídica a las persecuciones. Lo que sí estaba altamente perfeccionado era el derecho civil, por cuya escuela han pasado todos los pueblos civilizados. En cambio, el derecho penal era muy deficiente, y más imperfectas eran aún las leyes de enjuiciamiento criminal. Por consiguiente, no hay razón para extrañarse demasiado de que en este estado de derecho, tan bien ordenado en apariencia, ocurrieran en materia penal arbitrariedades e incluso actos de inhumana crueldad.
Otros autores, renunciando a buscar en la esfera jurídica una explicación de las persecuciones, intentan encontrarla en la política. Según ellos, el Imperio romano había sentido su existencia amenazada por el cristianismo, y no podía menos que sentirlo así. Se defendió todo el tiempo que pudo, pero al final la Iglesia se había hecho ya demasiado poderosa, y esto significó la ruina del Imperio.
Casi todo es falso en esta construcción. Aun suponiendo que las persecuciones pudieran concebirse como una lucha entre la Iglesia y el estado imperial, el decurso del conflicto enseña, tanto en su conjunto como en sus pormenores, que el ataque no partió de la Iglesia, sino del gobierno. Ahora bien, nos consta que las persecuciones, especialmente en el siglo II, con frecuencia no partían en absoluto del gobierno, sino de la población. Los magistrados algunas veces se dejaban arrastrar por la opinión, casi a disgusto. ¿Es verosímil pensar que la población provincial, las gentes de Lyon, Esmirna, Cartago y Alejandría se preocuparan tan apasionadamente por el futuro del Imperio romano, que en aras de su seguridad exigieran la muerte de sus propios conciudadanos y compatriotas? No hay que excluir la posibilidad de que los emperadores de la última persecución, Diocleciano y Galerio, se movieran también por motivos políticos, aunque tampoco en ellos pueda esto demostrarse. Entonces, hacia el año 300, los cristianos eran ya lo bastante numerosos para poder desempeñar un papel político.
Verdad es que no existe el menor indicio de que los cristianos sintieran jamás semejantes veleidades. Nunca tomaron parte en las querellas para la sucesión al trono y ni en los peores momentos recurrieron a nada que pudiera parecerse a la acción directa. Pero sería concebible que Diocleciano hubiera abrigado temores en este sentido y que por este motivo pretendiera acabar con los cristianos antes de que se hicieran demasiado poderosos. Sin embargo, esto sólo explicaría por qué las persecuciones continuaron hasta después del 300, mas no por qué empezaron. En tiempo de Nerón y de Trajano, cuando los cristianos contaban sólo unos pocos millares, nadie podía prever que la Iglesia pudiera un día llegar a ser lo que fue.
Como único motivo que explica tanto el principio como el desarrollo de las persecuciones, queda sólo el odio. No hay razón alguna para resistirse tanto a admitir este motivo. El amor y el odio desempeñan en la historia de la humanidad un papel muy importante, más importante a veces que los motivos racionales. Los que en todos los tiempos han perseguido a los cristianos, han aducido para justificar su conducta todos los pretextos posibles y más o menos verosímiles, pero en el fondo lo que realmente los movía era el odio a la religión y a la Iglesia.
Con esto no se quiere decir que todos los emperadores romanos, y mucho menos los funcionarios en particular que se ocuparon de instruir procesos contra los cristianos, fueran inducidos a ello por un odio personal. Había entre ellos algunos, y tal vez muchos, que se consideraban sólo como órganos ejecutivos y que estaban convencidos de cumplir con su deber.
Como origen de ese odio contra los cristianos, puede pensarse, en primer lugar, en los judíos. Aunque no sea cierto que al principio los romanos tomaran a los cristianos por una secta judía y descargaran sobre ellos el odio que sentían contra aquel pueblo, es perfectamente verosímil que acudieran a los judíos en busca de informaciones, y éstas difícilmente podían dejar de ser hostiles. Más tarde los judíos aparecen en algún caso como hostigadores del odio a los cristianos, como en la persecución desencadenada en Esmirna en el año 156.
Como atizadores del odio entran después en consideración todos los que tenían motivos de sentirse amenazados en su existencia económica por el cristianismo; no tanto, quizá, los miembros de los colegios sacerdotales, que disfrutaban tranquilamente de sus rentas, como los muchos negociantes que vivían del culto pagano y de lo que éste implicaba, y además los adivinos, astrólogos, maestros de escuela y filósofos.
Sin embargo, lo que más debió influir sobre la opinión pública fue la actitud del gobierno. Por lo común, el hombre corriente no está en situación de mantener por mucho tiempo una opinión distinta de la de sus autoridades. Muchos pensarían: no sé lo que serán los cristianos, pero sus razones tendrá el gobierno para proceder una y otra vez con tanto rigor contra ellos.
Nadie cree que los cristianos hubieran cometido efectivamente todas las atrocidades que les atribuía el decir de las gentes. Pero hacían otras cosas que sí podían molestar al público. Rodeaban sus ritos de un cierto misterio, lo cual no dejaba de despertar una curiosidad hostil. Tertuliano escribe, que la plebe intentaba sobre todo sorprender a los cristianos durante la celebración de la misa, como el caso del mártir Tarsicio, que fue muerto por no querer entregar la eucaristía.
Bibliografía:
- Historia de la Iglesia/ Ludwig Hertling
- La conversión de Roma: cristianismo y paganismo/ José María Candau, Fernando Gascó, Antonio Ramírez de Verger.