El 28 de septiembre se celebra en todo el mundo el Día Internacional de las Personas Sordas. No viene mal celebrarlo y significar ese día porque esta discapacidad (la sordera) es la más invisible de todas. Dice el refrán: "Ojos que no ven, corazón que no siente" y la sordera no se ve. Nada, en la persona sorda, denota que está perdida en el mundo de los sonidos, que navega en medio una niebla de ruidos que no comprende.
Nos cuesta imaginar el mundo de los sordos. A lo largo de la historia fueron considerados muchas veces seres imperfectos, fallos humanos, deshechos. Durante la Antigüedad, el “sordomudo” era considerado idiota y demente; incapaz de recibir educación, pensaban que no podrían leer, escribir ni entender. Se les prohibía comprar, vender, heredar y contraer matrimonio. Los espartanos los arrojaban desde un monte, los atenienses los abandonaban o sacrificaban, los romanos los arrojaban al Tíber. Poco a poco, en posteriores etapas, la consideración por estas personas fue mejorando. En la Edad Media, algunos conseguían vivir en los pueblos comunicándose mediante signos con los vecinos o lograban emplearse en tareas domésticas aunque no se les permitía entrar en las iglesias ni casarse (otros, con menos suerte, eran ingresados en manicomios). A partir del S. XVI y XVII, tras el Renacimiento, comienza a pensarse en su educabilidad y aparecen los primeros intentos documentados de enseñarles a hablar. Un caso singular es el de la educación del conocido pintor Navarrete "El Mudo" que, sordo desde los dos años y medio, consiguió hablar gracias a las enseñanzas de su también maestro artístico el fraile jerónimo Vicente de Santo Domingo (parece que mediante “señas ciertas y buenas demostraciones”, según describen las crónicas. Algunos años después se produce el primer caso documentado en el mundo para dotar de lenguaje oral a los sordos. El trabajo de Ponce de León (En el convento de Oña, Burgos, que logró enseñar a hablar a los hijos del Condestable de Castilla Juan Fernández de Velasco en un claro caso de patrocinio interesado a la ciencia por parte del poder, pues el rico condestable no podría darles su herencia si no conseguía demostrar que podían hablar). Su método, oralista, incorporaba la dactilología, la lectura y el habla. Juan Pablo Bonet, secretario a su vez del Condestable de Castilla, y que hubo de conocer de primera mano las técnicas (misteriosas hasta 1986 en que se describió un pergamino autógrafo describiendo brevemente su metodología) de Fray Ponce y las perfeccionó. Su método buscaba el oralismo a partir de la comunicación manual y dactilológica. Más tarde, en el S. XVIII, en París, el Abad de Lepée funda la primera Escuela Pública para sordos e inventa un sistema de signos para incorporar la gramática francesa a la comunicación manual. Los S. XIX y XX, en España, destacan por la voluntad de imponer el oralismo puro como vía para la integración del sordo y el acceso al lenguaje común. Será en el siglo XX, a partir de 1960, que se empieza a recuperar la Lengua de Signos para la educación de la persona sorda por tres motivos:
- El lenguaje de signos tiene un extraordinario valor lingüístico y expresivo y es capaz de llegar a cualquier nivel de abstracción.
- Aprendizaje temprano de la Lengua de Signos favorece la comprensión y el desarrollo cognitivo.
- El oralismo como único método de aprendizaje no ha dado los resultados esperados.
El debate entre el oralismo (aprender el lenguaje oral de los oyentes desde la posición de desventaja de no oírlo, método sumamente trabajoso y de resultados mediocres) y el lenguaje de signos (lenguaje natural y temprano en las personas sordas expresado con gestos manuales y expresiones faciales) aún está en vigor. En la actualidad parece decantarse (sobre todo en la comunidad sorda) por el lenguaje de signos aunque combinado con sistemas de apoyo para comunicarse con las personas oyentes (oralidad, dactilológía, escritura...)
La comunidad sorda ha sido beligerante en los últimos años en pro del lenguaje de signos, como su lenguaje natural, que les permite completarse como personas con rapidez (desarrollándolo ya desde la temprana infancia) con completa libertad y en situación de igualdad con las otras personas. Hay que recordar que la inmersión en el oralismo provocaba importantes retrasos en la adquisición del lenguaje, un costosísimo y complejo entrenamiento y unos resultados mediocres. Numerosos sordos aceptan gustosos restringir su campo de comunicación al grupo de las personas sordas como ellas, a cambio de participar plenamente y sin complejos en la comunicación. Visto así, quizás no sorprenda tanto encontrarse con parejas sordas que, ante el nacimiento de un hijo igualmente sordo como ellos, declaran que ha nacido "perfecto", pues podrán comunicarse con él en plano de perfecta igualdad.
Entrar el círculo de personas sordas sorprende desde nuestra perspectiva de oyentes: contemplar su expresión concentrada tratando de traducir nuestras veloces palabras, observar su expresión de aburrimiento ante una charlas que no puede seguir, notar su consciencia la monotonía de su voz, de esa sintaxis simplificada e imperfecta que provocan en el resto extrañeza; percibir la crispación de sentirse inferiores sin serlo... Pero todo eso cambia cuando se encuentras con sus iguales y entran en una alborozada expansión gestual, dibujando ágiles mensajes con las manos y pintando emociones en su rostro... entonces, el lenguaje oral, calla por completo. Visto lo cual uno empieza a entender la tradicional etiqueta de "la mala leche del sordo". Se puede bucear en la vida de Beethoven, o de Goya... y encontrar allí, en sus diarios o cartas, o pintadas sobre las paredes de la Finca del Sordo los efectos devastadores de su enfermedad que les llevaban a la depresión, el enfado, la soledad y la tristeza. El estereotipo de su mal carácter empieza ya en la escuela: son niños problemáticos, distraídos, testarudos, agresivos... muchas veces estas conductas son atribuidas a puro negativismo cuando en realidad son efectos de la incomunicación. Pero estos niños cambian radicalmente su carácter en cuanto pueden comunicarse con otros como ellos.
El sordo es el más suscepetible, el más débil y frágil socialmente: su incapacidad de comunicación convencional es total. De ahí su beligerante reinvindicación del lenguaje de signos. Sorprende que los Sordos tengan sus propias universidades en EEUU, que sean capaces de aprender el lenguaje de signos de otra nacionalidad (sí, al igual que en el lenguaje oral, cada nación tiene su lengua diferente, también de signos) y lo hagan con una facilidad pasmosa como si, en sus genes, tuvieran programado todo el sistema de señales y solo hiciera falta ajustarlo. Sorprende que en España funcione tan bien la ONCE, pero no haya ninguna organización similar para este otro tipo de discapacidades. Cuesta entender las dificultades que han tenido para que fuera reconocida la Lengua de Signos como idioma en plano de igualdad.
A los normoyentes les cuesta mucho comprender las dificultades de las personas sordas para acceder al lenguaje oral. Normalmente se empieza por explicarles la diferencia entre ser sordo "prelocutivo" o "postlocutivo". Un sordo prelocutivo nunca habrá escuchado los sonidos, así que desde su nacimiento (y antes) no se habrá entrenado en el complejísimo procesamiento de secuencias sonoras y tonales que constituyen el habla. Puede parecer fácil, pero sólo los potentes ordenadores actuales, son capaces de realizar procesos semejantes. Al faltarle al sordo estos estímulos claves en el periodo en que se modela el cerebro y se establecen los circuitos neuronales provocará que "jamás" sea capaz de hablar como una persona normalmente entrenada: ni a nivel fonético, ni sintáctico (también la sintaxis exige secuencia, flexión, orden y combinación). Son conocidos los problemas de estructuración temporal de las personas sordas y pueden achacarse a su deficiente manejo de secuencias sonoras). Un sordo postlocutivo, en cambio, habrá estado inmerso en el complejo mundo de los sonidos durante un tiempo. Esto le habrá permitido experimentar con secuencias sonoras y tendrá adquiridas las bases del lenguaje oral. Con un entrenamiento adecuado logrará hablar de forma oral con relativa corrección.
A pesar de estas diferencias en cuanto a su capacidad para adquirir el lenguaje oral todos los sordos sufren en mayor o menor medida graves dificultades de socialización. Así como los ciegos mueven a la gente a prestarles atención, participan activamente en las conversaciones, cuentan chistes, hacen amigos con facilidad... los sordos pasan por se personas ariscas y solitarias, no cuentan ni ríen los chistes, evitan la conversación, no invitan a la proximidad y la charla. De ahí a considerarlos deficientes mentales solo hay un paso. Ya en el año 1554, en el Lazarillo de Tormes, se describe al "sagacísimo ciego" cuando a los sordos se les consideraba poco menos que idiotas: "este no puede hablar; pues no puede pensar". Sería un animal, diría Aristóteles para el que el atributo esencial del ser humano era el lenguaje.
Dejadme ahora que aporte mi experiencia personal de sordo moderado a la madura edad de 30 años. La hipoacusia neurosensorial que me sobrevino en el ecuador de mi vida marcó completamente mi segundo periodo existencial. Lejos en el recuerdo quedan ya mis habilidades con el canto, mi afición a los instrumentos musicales, mi interés por los idiomas... Todo eso se acabó el día en que oír empezó a resultarme costoso y desagradable. Pero restringido el campo de mis aficiones, lo más angustioso resultó acomodar mi nueva circunstancia a mi actividad profesional: ¿Cómo podría atender a treinta niños bulliciosos si apenas podía entenderlos? Por si fuera poco, sobreañadido, un ruido persistente comenzó a atormentarme los oídos para no cesar jamás. Los que conozcan los efectos del tínnitus, la gota malaya del zumbido constante, entenderán lo desquiciante que resulta esta enfermedad. Día y noche ¡y mucho peor por las noches!) el silbido de una olla a presión torturaba mis nervios hasta desear, agotado, la muerte (existe significativa incidencia estadística de suicidios en individuos aquejados por estos síntomas; por otra parte, es conocido el uso de la sobreexposición a ruidos para quebrar el ánimo de prisioneros como método de tortura).
La vida puede curar las viejas heridas. Quedan las cicatrices. Te quitan belleza, te producen achaques, pero ya no duelen. Aún escucho música (con cascos a tope, naturalmente) pero sólo de aquellas melodías que ya conocía. De los nuevos grupos, soy capaz de entusiasmarme con las canciones de Amaral, por ejemplo, pero a base de oírlas decenas de veces. Ya no silbo como antes (que me encantaba), la última vez que lo hice por los pasillos del cole, la conserje me pidió que no lo hiciera porque desafinaba terríblemente... Los viejos instrumentos (la flauta, la guitarra) acumulan polvo en el desván o fueron heredados por algún familiar. Aprender inglés (un sueño de los veinte años) se demostró proyecto imposible (aún chapurreo algo del francés del bachillerato). Mi adaptación al puesto de trabajo resultó compleja: salí del paso como pude los primeros años: un estilo más directivo en las clases, menos preguntas y más ordenadas... y mientras tanto realizar un curso exprés de Audición y Lenguaje para poder dar clase a grupos pequeños como logopeda. Realicé un máster un poco pirata (contra lo prometido no fue reconocido por la Administración) y me presenté al examen de habilitación para logopedia. Tras aprobarlo empecé a trabajar como logopeda en diversos centros hasta que, finalmente, decidí abandonarlo al comprobar que mis problemas de audición repercutían en la reeducación del lenguaje en los niños de E. Infantil a los que me costaba enormemente entender. Actualmente, he creído encontrar el puesto que se acomoda al perfil de mi deficiencia en la atención domiciliaria, aunque algunos de los niños que atiendo también presenten dificultades para hacerse entender. En mi guerra contra los acúfenos, inicialmente cruenta, he estabilizado la línea del frente y me defiendo mejor. Puedo olvidarme de ellos la mayor parte del tiempo (siguen presentes, ahora los sigo oyendo, pero he aprendido a ignorarlos.
Intenté aprender el lenguaje de signos. Dediqué muchos fines de semana de un verano a realizar un curso intensivo y, posteriormente, llegué a realizar el primer curso en lengua de signos. Me resultó duro y doloroso comprobar que, a mis cuarenta y cinco años, era sobrepasado en todos los aspectos de este aprendizaje por todas mis compañeras, jóvenes estudiantes de magisterio.
Porto audífonos intraauriculares, por lo que la gente, no percibe mi problema (A mi padre, sordo también, le aconsejé que sus audífonos fueran retroauriculares; así la gente sabría a qué atenerse cuando hablara con él). Odio los sitio ruidosos (por ejemplo el colegio, cuando lo es), evito fiestas, lugares "con marcha", lugares bulliciosos... Detesto las reuniones informales en grupo (bares, comidas...) donde apenas puedo hablar con la persona de al lado estableciendo una posesiva conversación en pareja. Me encantan los sitios tranquilos, silenciosos. Me vuelco en la comunicación virtual en la que no es preciso "escuchar" sino "leer"; aunque curiosamente leer, que siempre me encantó, me cuesta más ahora. Busco el murmullo del agua en fuentes y arroyos (porque enmascaran mis acúfenos). Duermo mucho siempre que puedo (es agotadora la escucha dificultosa). Intento pasear, pedalear un poco... Cuando converso: odio las frases irrelevantes, los latiguillos, las repeticiones, las inconcreciones; enturbian la claridad de los mensajes, esos que tan difíciles me resultan de entender. No me río con los chistes (porque casi nunca los entiendo). Cuando me preguntan tardo en responder y no siempre adecuadamente...
Me gustaría que, tras esta lectura, entendierais un poco mejor la personalidad de las personas sordas. No lo tienen nada fácil. Os invito a colocaros un día unos tapones en los oídos y tratar de "sobrevivir" en el mundo sonoro, enmudecido de repente: en casa, en el trabajo, en la calle... porque ya sabes el refrán: "Oídos que oyen, corazón que no siente".