Un frío húmedo y estéril se podía sentir aquella tarde noche. Gris, pero limpio como una puñalada en los huesos en el alma de Detroit, el frío que debe sentirse en todas las ciudades fantasmas. Con el vaho de su aliento imprimió en la ventana un dibujo de dinosaurio. Gran dinosaurio muerto. Foto y selfie con el dinosaurio. La ventana de al lado quebrada. Terminó, sin dificultad, el trabajo de los vándalos. Saltó a través del marco teniendo especial cuidado en no cortarse con los restos. El impermeable negro y mojado no es un buen traje para hacer piruetas. Cayó de frente y aplastó la cámara: el click del registro, porque eso es lo que hace una cámara, registra momentos, perpetúa un instante para siempre o lo que dure la fotografía, en este caso fue el piso. Se tocó la cabeza, no había sangre, y se dio cuenta que estaba tumbada sobre una enorme sombra, mucho más grande que ella. Desproporcionada la cabeza y las piernas delgadas, casi dos zancos. Su origen estaba en un joven blanco, la barba de tres días, de pie y con una cámara, fotografiando un montículo de piedras cual pirámide. Selfie con la pirámide. Quiso imitarlo, pero al encender la cámara ésta formuló un chirrido similar a una queja, llamando su atención y demostrando que los seres inanimados son también capaces de hacerlo.
-Ten cuidado, estos lugares abandonados tienen muchas trampas – dijo el joven fotógrafo, sin dejar de tomar todos los ángulos del montículo. Luego se dio la vuelta para darle la mano y ayudarla a levantarse. Sus guantes sin dedos y el gorrito boliviano le daban un aire infantil. Sus lentes que a ratos se empañaban no hacían otra cosa que acrecentar esa impresión. Ella no quiso demostrar que se había, al menos un poco, sonrojado.
-¿Sabes qué es eso?, preguntó, evadiendo así la vergüenza.
-No lo sé, supongo que obra de algún artista. Es el tercero que veo. El primero lo vi en la estación de trenes, el segundo en el teatro y este en la fábrica. Yo creo que significan algo. Pero no paro de preguntarme qué.
– ¿Tienes las fotos de las otras pirámides?, preguntó sin dejar de sonreír.
-Si por supuesto, a todo esto mi nombre es Paul.
-Katrina es el mío, respondió mostrando todos sus bien formados dientes.
-Katrina- repitió él, con una sonrisa que a ella le pareció digna de Instagram, recordando con lástima que su cámara se había averiado.
-¿Y las fotos?, preguntó Katrina, mirando la mano de él que aún no soltaba la suya, aunque hubiese preferido quedarse así un buen rato. No tanto por gusto como por frío, aunque no se podría decir que el primero estuviese del todo ausente.
-Ah claro disculpa- dijo Paul, soltando la mano de Katrina y rápidamente fue a buscar su morral que se encontraba detrás de un tambor oxidado y huérfano que había caído abandonado como casi todo en Detroit. Un nido de arañas y un paseo de cucarachas. Paul sacó una colección de fotos reveladas a la antigua usanza, en un cuarto oscuro. Jugando con los fluidos de revelado como en un acto de magia, el conejo en el sombrero o el ramo de flores. Un acto de aparición con la única diferencia que en este caso no aparecía un objeto sino que el alma de ese objeto, cosas que se nos esconden a la vista y que realmente se nos revelan en el cuarto oscuro. El cuarto oscuro del nacimiento de lo que ya estaba allí pero que no se ve, que no se percibe, tal como se revela y aparece ante los ojos del cautivo una salida , una puerta invisible anteriormente pero que algo o alguien se la hizo ver. Se dice que al principio los indios americanos no vieron las carabelas de los conquistadores porque simplemente no podían concebirlas, las confundieron quizá con monstruos, quizá con nubes, quizá con pequeños islotes.
Katrina tomó el manojo de fotografías y comenzó a verlas una a una. Fotos de la estación de tren. -¿Cómo lograste entrar? La entrada está cerrada para el público. He intentado varias veces tomar fotografías desde dentro pero la policía anda siempre rondando por ahí y no deja que nadie entre.
-Deben estar cuidando que no se transforme en nido de drogadictos. O que se llene de mendigos o huérfanos. En fin –dijo Paul dando un suspiro – tratan de evitar que se llene de abandonados y olvidados por el sistema, aunque yo diría que la ciudad completa es ya un nido. Un nido de miserables que no termina de reproducirse. Ya no queda ninguna esperanza. Así como vamos van a tener que poner vigilancia a todos los edificios de esta puta ciudad que algún día va a reventar.
Las fotos de la estación de tren eran las que menos luz tenían debido a que las ventanas estaban tapadas con tablas de madera. Todos los ventanales ya habían sido víctimas de los tiros al blanco de los muchos desocupados que trataban de matar el tiempo en cualquier cosa que no sea estar con ellos mismos: la soledad de las grandes ciudades. Para Paul no fue difícil ingresar a la estación, es cierto que estaba vigilada, pero esa vigilancia era casi nula. Una sola patrulla para un edificio de treinta mil metros cuadrados hace agua por todos lados. Un Ford Custom oxidado se encontraba estacionado dentro del teatro. La fotografía la había tomado al costado del vehículo para que encima de él se pudiera apreciar el magnífico mosaico del cielo raso del teatro que aún había sobrevivido al abandono. Era la primera pieza del puzzle que no encajaba. Porque la siguiente fotografía mostraba que en lugar de los asientos para los espectadores se encontraba una gran pirámide, construida con los ladrillos de algunas de las murallas del recinto que con el tiempo y el descuido se habían ido cayendo uno a uno. El vehículo en el hall y la pirámide no hacían más que acrecentar la sensación de abandono en el que se encontraba el edificio.
-Me falta sólo una- entusiasmado, mirando de reojo a Katrina que se encontraba ahora más cerca.
-¿Una foto?- sintiendo la cercanía de Paul acrecentando la sensación de que algo andaba muy bien.
-No, una pirámide, me dijeron que se encontraba en el edificio Ford a unos 6 kilómetros de aquí.
– Si salimos por esta calle llegaríamos a la Woodward Avenue –dijo Katrina interrumpiendo y señalando la calle que dejaba ver la ventana rota que daba hacia el río- Desde ahí caminaríamos tres kilómetros en línea recta hasta llegar a la Wyoming Avenue en dirección al río hacia el Mexican Town. Ahí podremos preguntar cómo llegar a la fábrica pero no debería ser difícil- dijo Katrina muy rápido, sus palabras atropellaban a las que vendrían. Parecía que algo al fin ocurriría entre tanto aburrimiento. Estas pirámides eran un regalo del cielo o del infierno pero sin duda rompía con la monotonía y el sinsentido de lo cotidiano.
-¿Podemos?, ¿eso quiere decir que me vas a acompañar?- Preguntó Paul, entusiasmado ante el posible sí que le entregaría Katrina.
-Claro, sino podrías perderte – Respondió audaz Katrina y a Paul le pareció por primera vez que nada de lo que había pasado era una coincidencia. Que esta chica que respondía al nombre de Katrina ya la conocía, quizá en alguno de sus más olvidados sueños, con su sonrisa perlada y sus ojos vivos. Con su cabello rizado que emitía una intermitente fragancia a frutas. Frutas maduras y recordó que nunca había besado a una chica de color. Tuvo ganas de tomarle la mano y llevarla corriendo por las frías calles abandonadas formadas por interminables hileras de casas igualmente abandonadas. Darle sentido a este acúmulo de abandono, la mayoría de ellas quemadas por completo por fuegos de diversos orígenes pero de similar motivación: Dueños que serían embargados o dueños que querían echar a sus arrendatarios que no podrían pagar la renta pero que tampoco se irían porque no había donde más ir. Esas casas ya no serían fotografiadas, les esperaba una ruina lenta y solitaria, el correr del viento por sus habitaciones y sus pasillos, el hielo que corroe las tuberías desde dentro en invierno, y en verano, la lluvia que destruye los tejados: el peso del agua que se acumula como las mentiras que una a una corroen para terminar explotando en la cara. El agua y su poder destructivo de hielo y vapor. El vapor de todas las almas tristes de Detroit, sumergidas en su debacle, en su miseria de grito ahogado, de desesperación primigenia: el gemido iniciático del hombre pensante.
-Claro, sino podrías perderte – Respondió audaz Katrina y a Paul le pareció por primera vez que nada de lo que había pasado era una coincidencia. Que esta chica que respondía al nombre de Katrina ya la conocía, quizá en alguno de sus más olvidados sueños, con su sonrisa perlada y sus ojos vivos. Con su cabello rizado que emitía una intermitente fragancia a frutas. Frutas maduras y recordó que nunca había besado a una chica de color. Tuvo ganas de tomarle la mano y llevarla corriendo por las frías calles abandonadas formadas por interminables hileras de casas igualmente abandonadas. Darle sentido a este acúmulo de abandono, la mayoría de ellas quemadas por completo por fuegos de diversos orígenes pero de similar motivación: Dueños que serían embargados o dueños que querían echar a sus arrendatarios que no podrían pagar la renta pero que tampoco se irían porque no había donde más ir. Esas casas ya no serían fotografiadas, les esperaba una ruina lenta y solitaria, el correr del viento por sus habitaciones y sus pasillos, el hielo que corroe las tuberías desde dentro en invierno, y en verano, la lluvia que destruye los tejados: el peso del agua que se acumula como las mentiras que una a una corroen para terminar explotando en la cara. El agua y su poder destructivo de hielo y vapor. El vapor de todas las almas tristes de Detroit, sumergidas en su debacle, en su miseria de grito ahogado, de desesperación primigenia: el gemido iniciático del hombre pensante.
Lo más sensato era escapar de allí. Pero ellos no eran sensatos. Así que decidieron salir bajo ese cielo que aún no ha tenido su furia, nubes grises y completas sobre edificios que parecían doblarse como borrachos esperando un taxi en una noche de frío y soledad, sostenidos sólo por sus manos en los bolsillos. Eran cuadras y cuadras de abandono en las que ninguno de los dos pensó en sacar su cámara. No porque ella la tuviera averiada (puesto que ya no lo recordó) y no porque él estuviera ansioso por llegar a la fábrica, sino que porque ya no había nada que fotografiar, no hay sorpresa en lo cotidiano ni en lo irreversible. El abúlico y monótono triunfo de la desgracia transformada en cotidianeidad. Una cotidianeidad en la que por azar se encontraron mientras tomaban fotografías de lugares en los que antes hubo algún tipo de actividad humana, hombres y mujeres riendo, llorando, enojados y felices. Una felicitación y reprimenda del jefe. Contrataciones y despidos. Luego muchos más despidos y nunca más contrataciones. Fotografías que nadie volvería a ver. Ni siquiera ellos mismos. Sin embargo, ellos sabían que debían estar allí, ya nada les parecía fortuito ni coincidencia, era la certeza del destino cumplido que los estaba envolviendo en su manto cálido y aterciopelado y que los llevaba de la mano por esas calles aparentando no tener dueños. Esta excitación o borrachera los llevó a perder los sentidos y ya no sabían lo que era la derecha ni la izquierda. Conversaban entre ellos en lenguas que hasta el momento nunca habían utilizado, se reían por cualquier cosa que se les pasara por delante, un gato, un mendigo, un drogadicto bailando una danza de una tribu perdida en el continente africano, basura o una bolsa azarosa que el viento cargaba y que se transformaba en símbolo de su felicidad pasajera. No se dieron cuenta que poco a poco los iban siguiendo, salían de sus escondites de a uno, de a dos, de a tres, de a muchos hasta que formaron una procesión triste, una marcha hacia ninguna parte pero en la que todos piensan llegar al paraíso o por último a un ápice de éste. Todo lo marginal se reunió en esta marcha creyendo que verían lo imposible lo inefable y que ellos serían parte de eso. ¿De qué? Ninguno lo sabría, sólo habría una certeza: Debían estar allí.
Los habitantes de Detroit que se habían ido agregando a su marcha se habían transformado ahora en multitud. La entrada a la fábrica se encontraba abierta de par en par, en el piso había una mancha roja que asemejaba una alfombra que se tiende a los personajes importantes. Subieron una y dos escalinatas tomados de la mano, hipnotizados por la luz de luna que entraba por varias de las ventanas rotas y que dejaba a lo lejos un solo punto visible y plateado y lejano en el que se podían observar dos montículos y una planicie entremedio de ellos. Al entrar, la puerta se cerró de golpe, pero ellos no se asustaron. La multitud se quedó afuera, algunos con antorchas, otros con banderas negras que agitaban de vez en cuando y sin motivo, o tal vez, para capear el frío. Sabían que debían esperar. La pareja caminó de la mano hasta el punto iluminado, y a cada paso se les hacía más claro el contorno de dos pirámides en cada extremo y en medio una mastaba. –The Big Three. Dijo Paul con una sonrisa desencajada, una sonrisa que no era de él, demasiado exagerada para no ser un sueño o una pesadilla. Sacó de su morral la cámara y comenzó a fotografiar todos los ángulos de las pirámides, mientras repetía: “The Big Three”. Katrina se quedó atrás mirando de costado con sus ojos oscuros a algo que parecía estar más allá de las pirámides. No tuvo miedo. No sintió nada. Lo que se acercaba se hacía cada vez más grande mientras su compañero sacaba fotografías, idiotizado, tratando de buscar ángulos y juegos de luz imposibles. Quería fotografiar las estrellas, decía él, quería sacar el alma de las pirámides. Lo que iba más allá de la forma. Una impresión imposible dentro de un cuadro imposible. Katrina ya no podría gritar, mucho menos moverse o avisarle a Paul lo que estaba por ocurrir, en un segundo o en un siglo después la sombra saltó sobre Paul, sobre sus ojos específicamente, como un gato sobre su presa, sólo que esta vez el gato sería devorado por la presa , unidos en una comunión maldita, un destello falso de luz entre tanta oscuridad, la mierda en un paquete de oro, la devastación disfrazada de esperanza, una salida que lleva inmediatamente al abismo, promesas sobre promesas que jamás serán cumplidas, la sombra y su deseo de autoreplicarse: el infierno por sí mismo.
Afuera, la multitud se acrecentaba sin saber qué era lo que había ocurrido dentro de la fábrica, leves sospechas pero nada más. Uno que otro cigarro encendido capeaba los dos grados bajo cero. A los niños les colgaban mocos congelados. Se organizaron por castas y estas castas fueron proporcionales a la orden de llegada, siendo los de la marcha los primeros y así sucesivamente: una corte famélica para un rey y una reina que están a punto de concebir su príncipe, un príncipe para una ciudad fantasma. Más allá de la multitud, el viento, el hielo destrozándose en el asfalto quebradizo, un perro aullando de frío, los gritos y escándalos de los drogadictos enfiestados en una de las miles de casas abandonadas, los ronquidos estertóreos de los mendigos que no vivirán otro día. Llantos, descolgados carteles golpeando las murallas, maullidos de gatos anunciando una primavera que no puede o no quiere aparecer: Los últimos lamentos de una ciudad con dolores de parto.
Por Rodrigo Seguel