La existencia de un sistema educativo es un hecho novedoso, si tomamos en cuenta la historia de la civilización humana. Hasta hace un par de siglos, no se pensaba en algo así. La Educación es un mecanismo privilegiado para la construcción de un determinado tipo de sociedad, entonces ¿Qué políticas exige la postmodernidad? En los siguientes párrafos se transcribe una opinión que hace su aporte a la discusión.
El papel de las políticas educativas cambia en consonancia con las nuevas coordenadas de la educación. La idea misma de una política educativa es un producto histórico y, por tanto, tan perecedero como cualquier otro. En la sociedad tradicional no había lugar para ellas, o sólo había un lugar secundario. Sociedades altamente jerárquicas y desiguales podían prestar gran atención a la educación de unos pocos al mismo tiempo que descuidaban y desdeñaban la de la inmensa mayoría. Solón lanzó algunas encendidas proclamas sobre la necesaria reforma de la educación ateniense, pero apenas se refería a la de una minoría de varones libres, no a su contraparte femenina ni a la mayoría formada por esclavos y periecos. El imperio chino puso en pie un sofisticadísimo aparato para la formación de los mandarines, pero no para la muchedumbre de campesinos que los alimentaba. Hasta la Ilustración misma, por ejemplo en la persona paradigmática de Voltaire, llega la combinación del cuidado de la educación de unos pocos (de donde sus diatribas contra los jesuitas, por educar mal a las elites) y descuido de los muchos (de donde su inquina contra los hermanos de la Vida en Común, por pretender educar de alguna manera al pueblo). En las sociedades primitivas, como la samoana que tanto encandiló a Margaret Mead y, a través suyo, a multitud de educadores, la educación simplemente discurre como parte de la vida cotidiana, sin que nadie pretenda ni sienta la necesidad de pensarla de un modo específico ni, menos aún, de hacer de ella un objeto de debate o de decisión públicos. La educación discurría como los demás aspectos de la vida social, con escasa o muy escasa reflexividad, y los pocos momentos en que ésta se abría paso daban lugar a actitudes esencialmente reactivas, ya que la sociedad no tenía un proyecto al que encaminarse sino más bien una tradición a la que volver (una situación, por cierto, muy similar a la que viven hoy muchos docentes en relación con los problemas educativos).
En un contexto así, de entrega a la inercia, las políticas educativas, si es que puede denominárselas tales, son sencillamente respuestas ex post, después de los hechos, que poco van ya a influir sobre ellos.
La modernidad, por el contrario, dio lugar a políticas esencialmente activas, a la obsesión por utilizar desde arriba la educación como el mecanismo privilegiado de construcción de algún tipo de sociedad (la nación, el progreso, la democracia, el socialismo…). Es imposible encontrar una revolución, una reforma política de calado, un cambio de régimen, un movimiento reformista que no presente un plan propio sobre cómo ha de ser la educación y cómo habrá de servir a objetivos sociales más amplios, y que no deje como resultado, al menos, un reforzamiento de un aspecto y otro de la intervención política y administrativa en ella. Y, lo que resulta más llamativo, crecen como setas los grupos, movimientos, asociaciones, líderes de opinión, protagonistas de experiencias profesionales, etc. que, desde el mundo de la educación, pretenden decir no sólo cómo ha de ser ésta, sino también cómo será, gracias a ella, la sociedad. (No es producto de la casualidad la elevada presencia de profesionales de la educación entre la clase política, precisamente en los países que recorrimos hace poco o todavía no hemos terminado de recorrer el camino hacia la modernidad.) En tales circunstancias, las políticas educativas, que ahora sí lo son en el sentido fuerte del término, son políticas ex ante, anteriores a los hechos y a menudo reacias y resistentes a cualquier contraste con la realidad, es decir, con una fuerte tendencia a sobrevivirse a sí mismas.
La posmodernidad requiere otro tipo de políticas. Si el conocimiento y, sobre todo, la información necesarios para la toma de decisiones relativas al proceso educativo están fundamentalmente cerca del terreno, y si los recursos adicionales que han de complementar a los de cada centro están en buena medida en el entorno, las políticas educativas deberán ser esencialmente preactivas, es decir, encaminadas a crear un contexto que empuje a los educadores profesionales y a las instituciones escolares a decidir por sí mismos y a hacerlo de la mejor manera posible. En particular, esto implica enfrentarse a la impunidad (la irresponsabilidad por las consecuencias de sus actos), la inmunidad (la desatención a las necesidades y demandas del público) y la inanidad (el deterioro y vaciamiento de la cultura profesional) que cada vez campan más ostentosamente por sus fueros en la institución y entre la profesión.
No se trata, ciertamente, de dejar los centros a su aire, sino de acompañarlos con mano firme, o mejor con tres manos: la mano de hierro del control por parte de las autoridades legítimas (en particular, de la inspección y la dirección de los centros), la mano intangible derivada de la introducción de algunos mecanismos de cuasimercado (en particular, la elección de centro por los padres y sistemas de incentivos para los profesores) y la mano invisible de una cultura profesional basada en la cualificación y el compromiso (en particular, a través del reconocimiento de las buenas prácticas, y su corolario, la disuasión de las menos buenas). Con este acompañamiento, el objetivo debería ser reforzar al máximo la autonomía y la capacidad de decisión de los centros. Decisiones que ya no se concentrarían antes ni después, sino durante todo el proceso educativo, decisiones ex ínter.
Extraído de
Educar es cosa de todos: escuela, familia y comunidad
Mariano Fernández Enguita
Universidad de Salamanca