Revista Filosofía

Las preguntas que no me supieron responder

Por David Porcel

Después de quince años dedicándome a la enseñanza uno descubre que los alumnos, antes que profesores expertos, disciplinados y exigentes, necesitan de personas que confíen en ellos. Personas, antes que profesores. Semejantes, como ellos, que apuesten por ellos, que les hagan creer y necesitar de ellos mismos. No se trata de ilusionarles con vanas ideas o falsos propósitos, sino de hacer por que ellos asuman consciente y responsablemente la tarea de aprender. Y la condición, trascendental y a priori, es que confíen en sus posibilidades y en que sus ambiciones tendrán un lugar en algún momento. Por ello, un sistema educativo normalizado como el nuestro, o normativizado, basado en la presunción de que todos somos engranajes de una maquinaria que hay que mover como sea, está condenado a producir desechos sociales que resolverán muy bien problemas de álgebra o recitarán de memoria la teoría académica de las Ideas, pero que, aun viéndose con una decena de dieces, se preguntarán qué tipo de educación han recibido y para qué. Y se lo preguntarán consternados, a escondidas, cuando nadie a su alrededor pueda reprocharles el haber silenciado su profunda y más honda hostilidad.

Las preguntas que no me supieron responder

"Cuando Laurie empezó a preguntarse qué era realmente importante para sus alumnos, entonces las cosas comenzaron a cambiar en Smokey Road: «Lo que es importante para el alumno tiene que serlo también para nosotros. Ninguna disciplina es más relevante que otra: el fútbol, la orquesta, las matemáticas o la lengua. No íbamos a decirles a aquellos alumnos a los que les encantaba el fútbol que lo más importante eran las matemáticas. Así que haríamos todo lo necesario para que pudieran practicarlo. Cuando empezamos a adoptar este método de actuación, los alumnos se dieron cuenta de que valorábamos lo que para ellos era importante. Entonces nos fueron dando lo que nosotros queríamos. En cuanto creamos ciertos vínculos con ellos, los alumnos se sintieron culpables por defraudarnos. Puede que las matemáticas no les gustaran, pero no querían decepcionar a sus profesores. Entonces, estos por fin pudieron enseñar, en vez de repartir partes de castigo.» (Ken Robinson, Escuelas creativas)


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