Ahora soy sesentona y estoy algo ajada, pero debo recordarles que a las suecas como yo España nos debe buena parte de su modernidad.
Era veinteañera cuando llegué a Marbella con mi melena rubia, cuerpo estilizado y una minifalda que embobaba a los nativos, como aquel cateto de las películas, Alfredo Landa, que bramaba al verme.
En contraste, muchas españolas usaban velo, tapaban sus piernas peludas con largas faldas y portaban velas de incierta finalidad en su entretenimiento principal, azuzado por los curas: las procesiones.
Para el franquismo en aquellos años 60 yo era una corrupción doblemente pecaminosa, por ser espectacular y por venir de una democracia.
Me toleraban solamente porque traía divisas a un país arruinado, lo que demostró que la puritana y santurrona España también se vendía por dinero.
Fui una revolución en aquella tierra militarizada, de beatos funcionarios, y aunque yo era una simple secretaria de Estocolmo, los españoles me eligieron diosa.
Me puse bikinis desvergonzados hasta en mi país, bebí sangría y desbravé a autotitulados toreros, porque todos los españoles decían serlo tratando de ligarme, aunque fueran mineros en Cangas de Onis.
Mi vida escandalosa y liberada –no había sida—mostró otros mundos, hizo cambiar muchas vidas, rompió códigos seculares inviolados y libró de su miserable oscuridad a esta tierra luminosa que no sabía que lo era.
Como muestra de agradecimiento a las libertades que abrí debería erigírseme una estatua: “A la sueca anónima”. O, simplemente: “A la libertad”.