Revista Cultura y Ocio

Las prioridades en los días apocalípticos

Publicado el 04 diciembre 2024 por Frank Paya @payafrank
LAS PRIORIDADES  EN LOS  DÍAS APOCALÍPTICOS

Imagen generada con IA

Con la noche apenas instalándose, me encontraba tirada de panza en mi puesto de espía. Comprobé en mi cuaderno, donde plasmaba una rayita diaria, que se cumplían mil días de haberse desatado el infierno en la Tierra. Observaba a través de una mirilla sin rifle… lo había perdido en mi última huida. Con agudeza inspeccionaba los detalles agrandados en la lentilla. Era un grupo nutrido, tal vez treinta o cuarenta personas. Refugiados en las ruinas de un edificio sin techo y con las paredes mordisqueadas por las bombas. Al igual que el resto de cadáveres de concreto. Festejaban alrededor de una fogata, en la que se cocinaba un enorme jabalí sobre improvisadas parrillas. Desafiaban a la hambruna con la abundante caza. Por el rabillo del ojo descubrí en ambos flancos a otros oportunistas como yo, escondidos y acechando entre las ruinas. Eso podría ser un problema, pero no me preocupé demasiado: todos solían viajar con pesadas armas y con enormes mochilas donde cargaban todas sus inútiles pertenencias.

-Pura basura inservible -murmuré para mí-, en épocas apocalípticas lo único que esta chica necesita es un cigarro y un buen revolcón.

Conseguir comida en el campo me resultaba muy fácil, ya fuera una pequeña presa o una recolección de frutos, incluso algún supermercado aún sin ser violado. Pero conseguir un cigarro o una buena sesión de sexo consensuado era de verdad complicado en días apocalípticos. Por eso yo sólo cargaba un viejo bate de beis y un pequeño morral con agua, pantaletas limpias, mi cuaderno y las sobras de una ratilla cocida. ¡Oh sí!, también llevaba una generosa dotación de tampones: la menstruación en días apocalípticos era un verdadero fastidio. No veía nada que me interesara. Estuve a punto de abandonar mí puesto y alejarme, pero un puntito naranja refulgió en la oscuridad a unos cien metros de la fogata. Era un flaco larguirucho que fumaba nervioso mientras vigilaba. De pronto, un oscuro caballero cabalgando sobre un corcel muerto apareció de la nada con gran estruendo. Era uno de los cuatro malditos que habían incendiado al mundo. El jinete azotó al grupo de gente con ferocidad; los pobres hombres apenas pudieron reaccionar realizando un tiro por aquí y por allá. En poco tiempo el jinete oscuro había arrasado el campamento. Había dejado a la congregación de supervivientes al borde de la muerte, con grotescas erupciones en la piel y sangrando a raudales por cada orificio de sus cuerpos. Su caricia y su aliento eran mortales, era el jinete de la peste. Busqué al larguirucho y vi que permanecía hecho un ovillo, inmóvil. Al parecer la peste no lo había notado. Guarde la mirilla y salí corriendo hacia allá, no habría mejor oportunidad: la noche espesa y los restos de la batalla atraerían a toda clase de carroñeros. En mi carrera vi que de todas direcciones salían los otros ladrones como yo, eran por lo menos ocho. Mi menudo cuerpo y la liviandad de equipaje me sirvieron para aventajarlos. Pronto comencé a escuchar el conocido zumbido de balas surcando el aire cerca de mí. No me detuve. Pasé corriendo por el campamento, esquivando cuanto apestado se me atravesaba. Pude ver que el grupo de gente recién atacado cargaba con mucha chatarra. Pasé de largo la comida en las parrillas y llegué hasta el larguirucho, que continuaba en posición fetal con los párpados apretados. Sin pedir permiso tantee sus bolsillos en busca del paquete deseado. Lo encontré: una clara cajetilla de cigarros se sentía a través de la mezclilla. Los demás cazadores comenzaron a llegar y, en una especie de silenciosa tregua entre todos, fueron tomando todo lo que alcanzaban.

-¿Tienes más? -le pregunté al larguirucho.

Sacó la cabeza, me vio y luego miró hacia donde los otros cazadores ya comenzaban a romper la tregua y se balaceaban entre ellos. Estaba confundido y asustado, era un chico de no más de veinte.

-No, son los últimos -me contestó tembloroso.

La balacera campal arreció, los zumbidos de balas pasaban muy cerca. Tomé al chico de los brazos y lo obligué a incorporarse.

-¡Sígueme! -lo apuré, ya corriendo.

El flaco larguirucho no lo pensó y salió disparado detrás de mí; lo llevaba pegado, pisándome los talones, por poco me hace tropezar. Corrimos en la oscuridad por kilómetros hasta llegar a un terreno nauseabundo y muy irregular, donde unos blandos bultos perdían firmeza con el peso y otros crujían apenas pisar. El chico iba tan cerca que sentía su pesada respiración en mi nuca. Y la seguí sintiendo con satisfacción por el resto de la noche, incluso cuando ya habíamos llegado a buen resguardo.

El amanecer nos encontró desnudos y exhaustos sobre una extensa fosa repleta de cadáveres amontonados con diferentes grados de descomposición; algunos muy viejos con los huesos expuestos y otros tan recientes que ni el rigor mortis se había dado cuenta que estaban muertos. Compartíamos el último cigarro.

-Me llamo Tabias -me dijo el chico con una enorme sonrisa-. ¿Y tú?

-Llámame simplemente Jane.

FIN

 Relato de Paya Frank @ Blogger


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