Revista Cultura y Ocio

Las prisas

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre
Las prisas

La tarde se volvía noche y un resplandor anaranjado coronaba la línea de la costa. Un poco más arriba, en un cielo cada vez más oscuro, el lucero de la tarde brillaba con intensidad creciente. La brisa era suave y agradable y el ligero cabeceo del barco animaba al sueño. Yo estaba enrolado en un carguero de dos palos, haciendo la ruta de Cádiz a Cherburgo, en el canal de La Mancha, y aquella tarde estábamos anclados dentro de la bahía gaditana, esperando a que las lanchas del puerto comenzasen la descarga de la bodega.

El momento era propicio a remembranzas. En la cubierta de la tolda, un grupo de marineros ociosos hacíamos corro alrededor de Villafaña, el contramaestre, que había preferido quedarse a bordo, haciendo la guardia de puente, en lugar de bajar a tierra con el resto de oficiales, a emborracharse en tabernas y burdeles de poca monta y mucha miga.

El contramaestre daba caladas espaciadas a su cigarro y miraba al horizonte, más allá de los tejados y fachadas de la ciudad, de su maltrecha muralla y sus fortalezas.

−En Santo Domingo −dijo de repente Villafaña, como si llevase un buen rato hablando del asunto y todos debiéramos saber a qué se refería−. Estábamos fondeados en el puerto sin nada que hacer porque eran tiempos de guerra contra Inglaterra y andaba el aviso de que varios corsarios de aquella nación rondaban las islas. En esto llegaron de Puerto Rico como una veintena de frailes con gran prisa por que se los llevara a México, a la tierra de Yucatán, adonde iban en misión para catequizar a los indios y para dar ayuda espiritual a los españoles que allí estaban, pues les había llegado noticia de que vivían en el mayor de los pecados, sin rezar oraciones y amancebados con sus indias.

Villafaña, que vio cómo todos atendíamos a su historia, hizo una pausa, se sacó la pipa de la boca, se rascó la cabeza con la otra mano, persiguiendo a algún piojo insolente, y prosiguió:

-El padre vicario hizo gestiones por contratar un barco que los llevase a su destino; pero ningún capitán quiso aceptar el encargo por el peligro de los ingleses y porque, siendo agosto época de huracanes, no era momento adecuado para navegar el Caribe. Yo trabajaba en un barquichuelo viejo y mal pertrechado, bueno sólo para el cabotaje, que se llamaba... déjenme pensar −y volvió a sacarse la pipa y a rascarse la cabeza−. Ah, ya me acuerdo: el Diamante, un nombre un poco pretencioso para tan poco barco. El caso es que nuestro capitán era hombre muy apegado al dinero y se dejó convencer por la generosa bolsa que ofrecían los buenos frailes que, aunque vestían como pordioseros, los apadrinaba la mujer del virrey, así que luego se cerró el trato. Esta mujer era dama piadosísima y muy apegada a la religión y no sólo pagó de su hacienda el viaje de los religiosos, sino que los obsequió con siete reses puestas en salazón y algunas botijas del vino dulce.

Un poco exagerado me pareció aquel dato y más cuando observé cómo sonreía el contramaestre al ver que todos tragábamos grueso y nos relamíamos imaginando las reses de la virreina y las botijas de vino.

−Sin embargo, todo fue mal desde el principio de la travesía -continuó Villafaña, enfatizando la voz y dándole un tono más fúnebre−, pues ocurrió que el piloto, que se acababa de casar, tardó varios días en aparecer. Estaban los frailes a bordo y el Diamante presto y aderezado, y el hombre cada tarde mandaba recado de que lo esperásemos al amanecer. Pero salía el sol, ascendía en el cielo y lo cruzaba de oriente a poniente sin que el piloto se hiciese presente. Y así varias veces, tamaña irresponsabilidad, porque cuanto más demorábamos la partida, más se metía la estación de los huracanes. Un día, cuando menos lo esperábamos, llegó por fin el piloto y pudimos zarpar del puerto. Mucho se alegraron de ello sus santidades sin saber lo que nos aguardaba, porque al poco de iniciar la navegación se nos vino encima un terrible temporal que estuvo a punto de hundirnos. Los frailes cayeron en un estado de trance, pálidos y sin resuello, abatidos por la tormenta y mareados por el movimiento de la nave, y que me perdone el Señor por lo que voy a decir, pero rodaban por cubierta como si fueran fardos de harina o toneles de vino. El capitán los mandó recluirse a la bodega para que no nos molestaran en la maniobra. Y cuando conseguimos librarnos de aquella tempestad, caímos en las garras de otra más espantosa si cabe, que soplaba con vientos del norte y del nordeste y nos empujaba fuera de la derrota.

Hizo otro alto Villafaña, aprovechando la expectación que había suscitado. Mandó a un paje a traer una brasa del fogón porque la pipa se le había apagado, la encendió con mucha parsimonia, le dio después dos largas chupadas, soltando el humo con harto placer, y sólo entonces pareció reparar en la concurrencia, que esperábamos sus palabras con solícita curiosidad.

−Para no aburrirles con los detalles de tantas desgracias como nos ocurrieron -prosiguió−, les diré que al fin alcanzamos a ver la tierra de Yucatán y seguimos su costa hacia el sur hasta encontrar el puerto de Chetumel, que era adónde sus ilustrísimas se dirigían. Pero el piloto no conocía bien la costa y pasamos de largo la embocadura del puerto, que aquella tierra es toda baja y pantanosa, sin hitos ni referencias, y hubimos de regresar en busca de la entrada de la laguna donde se hallaba el puerto. Fondeamos a una legua de tierra y los frailes, al saberse tan cerca de su destino, dieron gracias a Dios y cantaron varios salmos en Su honor por haberlos llevado a salvo. Pero el vicario, que tenía prisa por comenzar su cruzada contra el pecado, quiso que los dejáramos más cerca de tierra para ganar tiempo, pues cargaban con mucho equipaje y el bote tendría que dar ocho o diez viajes para desembarcarlo. El piloto respondió que no, porque eran aguas de poco fondo, el vicario insistió en que sí y el capitán dudaba, pero tanto le rogó y solicitó el fraile que por fin accedió a sus peticiones y acercó el Diamante a la embocadura de la laguna.

"Ah, qué gran error cometió el capitán al hacer caso de un religioso y desoír a su piloto, porque allí la corriente era tan fuerte que nos arrastró y nos hizo encallar a media milla de la costa. Además, la mar estaba alborotada y por la noche hubo tormenta que nos golpeó de través y escoró el barquichuelo hacia la banda de babor, de modo que el que estaba acostado era como si estuviera en pie, las cajas y equipajes almacenados en cubierta se caían sin que pudiéramos evitarlo y la carga rodaba por la bodega, golpeando los podridos tablones del costado y abriendo en ellos vías de agua. Entre dos albas, una ola más fuerte que las anteriores tumbó el Diamante y todos nos fuimos al agua, mirando cada cual por agarrarse a cualquier cosa que flotase, por alcanzar la costa a nado o, en fin, por poner la vida a salvo. Finalmente contamos más de quince ahogados, ente frailes y tripulantes.

Calló la sonora voz del contramaestre, no sin antes despedir su plática con una advertencia que nos devolvió a la realidad:

−Estas son las consecuencias de la prisas -dijo, paseando su penetrante mirada por la audiencia−, y el mal resultado de no conocer la costa.

Pero nadie escarmienta en cabeza ajena. Además, Villafaña se había ganado tal fama de cuentista que igualmente habríamos desconfiado de él aunque la historia hubiera sido cierta.

Las prisas

La llegada del hombre a la luna me pilló con pantalones cortos y estudié en una universidad aún revuelta por la transición. Un travieso gusanillo interior me llevó a Centroamérica, a dedicarme en cuerpo y alma al sufrido oficio de cooperante, que me ha dejado unas cuantas arrugas, muchos amigos, el amor por la literatura hispanoamericana y una cantidad indeterminada de historias por contar. www.laotraliteratura.com Ver todas las entradas de julioalejandre


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