Alberto Olmos.
De la entrevista a Olmos llama la atención su juicio sobre dos aspectos, que creo esenciales, de nuestra realidad literaria. Olmos, jaleado por la entrevistadora, ha publicado, según se lee en la entradilla "una diatriba implacable contra la solidaridad y su fracaso". En efecto, a lo largo de la entrevista, el joven narrador se extiende en una serie de opiniones relacionadas con la política , con el compromiso de determinados artistas y con principios como la solidaridad, la moralidad del compromiso, sobre los ejemplares que uno ha de vender para considerarse escritor que, lejos de suponer una provocación con la mirada proyectada hacia el futuro, como hace suponer el título del reportaje, es una suma de lugares comunes que, en cuanto se araña mínimamente, conducen a la defensa del mundo tal y como ha sido concebido por los sectores dominantes: es decir, su provocación, desde el punto de vista político, está cargada de las convenciones de la derecha más rancia, más descalificadora del compromiso del intelectual que pulula por nuestro país.No entro en el contenido de la novela, que no he leído, sino en la panoplia de juicios sobre todo lo que no esté relacionado consigo mismo y con su vocación de escritor de éxito. Olmos afirma que su libro ha sido inspirado, entre otros, por aquellos "artistas que disfrutan de vidas regaladas desde que vinieron al mundo, que jamás han tenido problemas para conseguir trabajo o ni han tenido que cargar cajas o atender en un call center". ¿A qué artistas se refiere?, se pregunta el lector. Porque en todos los ámbitos de la sociedad, algunos mucho más dañinos para la vida cotidiana de los ciudadanos, hay gentes que disfrutan de vidas regaladas desde que vinieron al mundo. Precisamente, en el de los artistas es en el que quizá hay menos personas con vida regalada desde que nacieron. Poco después, siguiendo la lectura de la entrevista, nos enteramos de quién se trata: "es que el discurso del progre solidario", afirma Olmos, "me pone histérico: me ofende esa gente que disfruta del capitalismo salvaje pero que como está afiliado a Unicef o a Greenpeace, se siente libre de toda culpa, va a manifestaciones y da lecciones para salvar el mundo". Ahí le duele. Estamos ante un argumento muy parecido al que enarbolan los columnistas de determinados medios relacionados con el conservadurismo más extremo contra todo artista, si es conocido con más razón aún, que defiende posiciones progresistas, que se manifiesta con los parados, con las causas ecologistas, por la paz, los que encabezaron el "no a la guerra" en 2003-2004. Es decir, "los de la ceja" en algún caso, los que sintonizan con Izquierda Unida en otros, los que salen a la calle hombro con hombro con los sindicatos en los de más allá o los que han estado, el 15-M o el 20-O en la Puerta del Sol.
No sabemos si Alberto Olmos preferiría artistas, acomodados o no, indiferentes ante las tragedias humanas, encerrados en la urna de cristal, o si de lo que se trata es de criticar las causas por las que esos artistas se movilizan o se asocian (sea en Unicef, sea en Greenpeace): la solidaridad, la paz en el mundo, la lucha contra el hambre. Prefiero un noble comprometido con las causas de progreso (véase el caso, en la Italia de los años 70, de Enrico Berlinguer), o un empresario encabezando iniciativas en esa dirección que dedicados sólo a lo suyo o ejerciendo de puros defensores de sus derechos de casta o de clase. Parece ser que el personaje de su novela es de los que se "despachan" contra esos artistas y critican la solidaridad "fracasada". De lo cual, se deriva que ésta sería una causa errática. En consecuencia, no se trata de una provocación innovadora en el campo de las provocaciones. Se trata de alinearse con viejas acusaciones aunque, eso sí, llegando al grado de histerismo (porque el compromiso de otros, tal y como responde a Nuria Azancot, le ofende y le pone histérico)..
Claro, después de moralizar con vehemencia acerca de la inoportunidad del compromiso con determinadas causas, Olmos, intentando distanciarse de la intencionalidad política de las últimas novelas de Belén Gopegui, añade: "los escritores no somos ni sacerdotes ni moralistas y (que) la literatura debe ser espectáculo". ¿En qué quedamos?
A ese abanico de afirmaciones relacionadas con la política, agrega unas cuantas relacionadas con la literatura y en las que transpira una cierta vocación por emular la peripecia de los best-seller, aunque diciéndolo de manera oblicua. Dice Olmos: "yo no puedo ir a la calle y creerme escritor si sólo me leen quinientas personas". Es obvio que el novelista tiene ambiciones. No sé si literarias: desde luego sí de que compren sus libros. Ése deseo forma, sin duda, parte, del catálogo íntimo de deseos de todo autor de un libro: vender el mayor número de ejemplares posibles. Pero vincular las ventas masivas al convencimiento propio sobre la condición de escritor va una gran distancia. La que va de la boutade a la afirmación rigurosa. Acerca de ello ha escrito un magnífico artículo Ignacio Echevarría titulado "¿Cuántos lectores necesita un escritor?". Leamos un fragmento:
"Quinientas personas, a Olmos le parecen pocas. Eso despeja el panorama, pues de un plumazo se barre con un elevadísimo porcentaje de quienes se toman por escritores, ilusos ellos. Para ir por la calle creyéndose escritor él necesita que lo lean cuántos: ¿mil, diez mil, veinte mil? Y ese número, ¿establecería algún tipo de grado o de precedencia? Quiero decir, ¿se es más escritor si te leen diez mil que quinientos? Bueno, claro, en cierto modo sí. Lo que pasa es que, conforme a ese criterio, escritores-escritores, de esos que pueden ir por la calle diciéndose, muy ufanos, ¡soy escritor!, lo son, sobre todo, dejémonos de gaitas, Carlos Ruiz Zafón, o María Dueñas, o Arturo Pérez Reverte. Por debajo de ellos, sumidos en dudas cada vez más desgarradoras acerca de sí mismos según se desciende en el escalafón, estarían los demás, hasta llegar a ese montón innombrable de quienes publican libros que apenas venden quinientos ejemplares."Aviso para navegantes, sobre todo para poetas, premios nacionales y de la crítica incluidos: no deben considerarse escritores si no los leen más de quinientas personas. Es, sin duda, su opinión. Una opinión legítima y respetable, pero que no puedo compartir. El número de lectores de un libro depende de factores que van del sello editorial que lo publica hasta la distribución pasando por la provincia en que sale o la repercusión en los medios. En todo caso, hago mías las palabras de Echevarría.
Por último, Nuria Azancot cuenta de él: "asegura ser un lector 'cargado de prejuicios' que no lee novelas sobre la guerra civil, el holocausto ni premiadas, pero que siente gran curiosidad por los creadores más jóvenes, aunque algunos 'sean deleznables' ". Casi nada. Eso no es ninguna provocación sino sumarse a una corriente tan real como la vida misma y alineada, en la mayor parte de los cosas, con una visión conservadora del mundo. Son muchos los artículos en contra de la recuperación de la memoria histórica, en contra de las novelas sobre la guerra civil o sobre el Holocausto: "quien pierde la memoria, pierde identidad", escribió y cantó Raimon. Deduzco, por ello, que entre los "deleznables" de los creadores más jóvenes están las que aluden , directa o indirectamente, a esos temas o a la memoria que de ellos perdura en el presenteo: pienso en Isaac Rosa, en Menéndez Salmón, en Marta Sanz, en tantos otros.