Revista Sociedad

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 14: Tertulias

Por Jmbigas @jmbigas

"Las Puertas del Infierno" - Capítulo 13: Restauración


Sin duda, uno de los mayores placeres que podía ofrecer la Residencia, por otra parte tan escasa en ellos, eran las tertulias, habitualmente improvisadas y casuales. La estancia en la Residencia ofrecía una oportunidad que raramente se presenta en la vida cotidiana. Todos tenemos familiares de distinto grado y origen, y lo mismo sucede con los amigos. Unos proceden de amistades familiares, otros de alguna actividad concreta o incluso de haber sido compañeros de trabajo durante muchos años. Habitualmente nuestras relaciones con ellos se producen de forma individual o por grupitos, pero casi nunca se mezclan en el lugar y el tiempo familiares y amigos de diversos ámbitos. Eso solo se produce, algunas veces, en las BBC (Bodas, Bautizos, Comuniones), pero hace muchos años que no se ha celebrado ninguno de esos eventos en mis proximidades. La lógica difusa que rige el momento de las diferentes visitas en la Residencia propició mezclas e intercambios que muy raramente se producen de forma natural en la vida cotidiana. Las tertulias casi siempre se desarrollaban en el jardín, aprovechando la temporada de verano. Dada la rutina horaria que me impuse, y que comuniqué a todos mis conocidos, casi siempre las visitas se producían los días laborables entre las seis de la tarde y la hora de la cena, aunque en el fin de semana también había una ventana de oportunidad a la hora del aperitivo, en torno a la una de la tarde. Aunque parezca absolutamente obvio, conviene remarcar que el desarrollo de una tertulia depende por completo de que se puedan reunir en el mismo lugar y al mismo tiempo dos o más personas con capacidad y voluntad de conversar e intercambiar pareceres, con un ratito por delante sin otra ocupación definida. De entre los residentes con capacidades para entrar en una tertulia, yo destacaría a Don Juan, un Quijote alto y delgado, de noventa años, que todavía andaba con cierta desenvoltura, con la ayuda de un bastón, eso sí. Su complexión atlética, con la edad evolucionó a una constitución extremadamente exigua, de modo que cuando se le veía andar, siempre uno temía que se le pudieran quebrar las piernas, como si fueran de cristal. El cinturón, sin duda heredado de otros tiempos, creo que le daba vuelta y media a su perímetro actual. Su memoria de largo plazo era remarcable (podía recitar la alineación del Real Madrid de 1950 sin titubear, o incluso la del Atlético de Madrid, del Barcelona o del Athletic de Bilbao), pero podía preguntarte la misma cosa tres veces en sólo media hora, pues ya había olvidado las dos respuestas anteriores. Don Juan le tenía pavor principalmente a dos cosas, por lo que me confió en diversas conversaciones: a la soledad (necesitaba sentirse permanentemente rodeado de otras personas) y al sedentarismo (repetía hasta la saciedad que él había sido siempre muy deportista y un gran andarín). Raras veces le veías sentado, porque al poco tiempo decía que estaba entumecido y necesitaba darse un paseo. Tuve bastantes charlas mano a mano con él, algunas veces también con terceras personas, hasta que ya se empezaron a volver repetitivas o empezaban a tocar temas espinosos, en que nuestras opiniones divergían mucho. Entonces podía salirle un genio incluso muy mal hablado y las maneras del barrio. Le vi algunas veces enojado, y daba casi miedo verle. En una ocasión rozamos el tema de la religión. Yo insinué que, en el fondo, todas las religiones se creen en posesión de la verdad y que odian (o al menos desprecian) a los que no son de los suyos. Su respuesta fue tajante: "Yo soy católico, y no odio a nadie". Punto final y a otro tema. Muchos de mis familiares y amigos que acudieron a la Residencia a visitarme, tuvieron ocasión de departir algún rato con Don Juan. Hasta que ya empezaba a buclarse en unas cuantas de sus afirmaciones legendarias: "En casa siempre fuimos muy cerveceros", "Yo creo, creo, que hoy se fuma menos", "Siempre he sido muy, muy cafetero", "Fui muchos años al Gimnasio del Real Madrid, en el antiguo Chamartín..." y así. También tuve ocasión de conversar algo con Don Carlos, un residente temporal de ochenta y muchos, al que siempre le parecía que nadie del personal de la Residencia hacía lo que él pensaba que tenían que hacer para atenderle como él creía merecer. Alguna vez tenía razón, pero en la mayoría de los casos sus quejas no eran más que la manifestación de una cierta obsesión. Siempre iba pegado a su ejemplar del ABC, y llevaba una bolsita con unas gafas para leer y un móvil jurásico, de los que sólo servían para hablar, y que siempre acababa olvidando en algún lugar desconocido. Creo que me cogió un cierto cariño, pero me parece que nunca llegó a perdonarme que fuera más bien culé que merengue, y que prefiriera El País al ABC. Una vez coincidieron en la Residencia dos amigos míos de orígenes y trayectorias muy diferentes. De una parte F., católico no muy convencido, y de otra A., de trayectoria socialista y más bien agnóstica. Tuvimos una interesante charla sobre religión y la influencia que la religión católica ha tenido en nuestras vidas y en nuestra sociedad. Yo, que soy más bien poco partidario de las religiones en general (en su nombre se han cometido y se cometen demasiadas atrocidades) actuaba de tercer eslabón en esa cadena explosiva. Arreglamos el mundo, y quedamos tan amigos (cada cual con la opinión que se traía de casa, por supuesto). Pero así son la mayoría de tertulias, donde se ponen sobre la mesa diversos puntos de vista (y también muy especialmente las dudas que asolan a cada cual) acerca de alguna cuestión en concreto, con la esperanza muy limitada de que alguno de los tertulianos modifique en algo su posición o haya despejado alguna de sus vacilaciones. En una de las muchas ocasiones en que me visitó en la Residencia mi amigo S., asturianín de pro,  coincidimos en el jardín con otro residente temporal, Don Ramón (creo recordar), de sonoro apellido asturiano, nacido en La Habana, pero criado en una aldea junto a Sama de Langreo. Ingeniero de Minas, por más señas. Casi inevitablemente entablaron una conversación en torno al mundo de las minas y la minería y su influencia en la economía asturiana. Tanto en positivo en las épocas gloriosas, como en negativo con las restructuraciones y reducciones del sector. Me dieron auténticas lecciones sobre el laboreo de la mina. Yo intervine poco, pero aprendí mucho. Ventajas de no traerse una opinión hecha sobre un tema que, la verdad, desconozco bastante. En una ocasión una madre (de ochenta y muchos y en silla de ruedas) estaba paseando con su hija, de unos cincuenta, de visita en la Residencia. Ambas tenían la misma estructura de cara, y la madre anticipaba lo que muy probablemente acabará siendo su hija dentro de treinta años. La madre (en silla de ruedas) parecía muy consciente y alerta de lo que sucedía a su alrededor, pero no le oí pronunciar una sola palabra. Sabiendo que yo era catalán, se sentaron junto a mí y la hija empezó a desarrollar la pena de cómo los políticos están llevando a Catalunya a posiciones extremas y nada positivas. Estuvimos charlando un buen rato. Me contaban que su familia había ido mucho por Catalunya y también por Baleares, pero que en la actualidad ya les resultaba incómodo, por el monotema (como diría, por cierto, Inés Arrimadas). Intenté contarles lo que a mí me parece que fue un poco el inicio del conflicto actual. De una parte, la práctica ausencia del Estado, durante muchas décadas, en el entramado político y cultural de la sociedad catalana. Esta ausencia dejó el espacio libre a que instituciones como Omnium Cultural hayan prácticamente monopolizado la exposición de muchos ciudadanos, especialmente de la Catalunya profunda, a los eventos culturales, que acababan siendo exclusivamente catalanes. Lo que acabó provocando que para muchos ciudadanos de Catalunya, Barcelona sea ya es una realidad que se siente como remota, y Madrid, directamente, algún punto inconcreto de otra galaxia. Y de otra el entreguismo de Artur Mas a manos del independentismo más radical, para esconder u ocultar su fracaso en la negociación de un nuevo pacto fiscal o de un concierto económico equiparable al que disfrutan el País Vasco y Navarra, amparados por la Constitución. En décadas anteriores, Convergencia gobernó los destinos de Catalunya y negoció en Madrid, con un sentido cierto de Estado y con el principio del peix al cove (pescado a la cesta). Con Artur Mas se pasó a una situación en la que los que rigen la actualidad política de Catalunya y gobiernan su agenda no sea ya el Govern de la Generalitat  sino los activistas más radicales, separatistas e independentistas, reacios a cualquier tipo de negociación o acuerdo (que no sea respetando al 100% sus deseos y anhelos).

Es una realidad, por cierto, que muchas personas mayores en Catalunya, ya jubiladas, han descubierto con este tema una razón para vivir, mucho más apasionante que el paseo matinal para visitar las obras de la ciudad. Se han convertido en una fuerza de choque callejera, siempre disponible, para seguir las consignas agitadoras de organizaciones como la ANC u otras satélites. Es frecuente escuchar a algún abuelito o abuelita proclamar que No em puc morir sense veure funcionant la República Catalana (No puedo morirme sin ver a la República Catalana en marcha). En fin, la charla tuvo siempre un tono, por su parte, de cariño por Catalunya, como ese cariño nostálgico que se siente por un sobrino díscolo que, al hacerse mayor, se ha separado mucho de la familia y ya no visita nunca a sus tías solteras. Hablando con unos y otros de entre los residentes y algunos familiares suyos, me sorprendió un estribillo que se repetía con mucha frecuencia. Detecté algo que me chocó al principio, luego ya me habitué a ello, aunque nunca conseguí entenderlo. Se trata de una aproximación deformada al concepto de España, una especie de Madrid-centrismo totalmente enfermizo, que llega al límite de que, en muchas ocasiones, algunos hablaban de Madrid pero, en realidad, querían hablar de España. Una confusión de manual entre el todo y la parte. Me parecería incluso natural en personas de escasa cultura y que siempre hayan vivido en Madrid. Pero no era el caso para la mayoría de los residentes, que habían tenido vidas profesionales más o menos fructíferas, con acceso a una cultura de buen nivel, y bastante viajados. Supongo que tener al periódico ABC como literatura diaria de cabecera contribuye en algo a esa visión, ya que el país es la Corte y el resto son provincias. Como fácilmente os podéis imaginar, no tuve muchas ocasiones de tener tertulias interesantes, dado que el número de residentes con capacidad y voluntad como para mantener conversaciones de cierto interés, era muy limitado. Pero sí tuve la oportunidad de mantener breves conversaciones con alguno de los residentes, y también, claro, de sufrir algún monólogo que alguien tenía necesidad de soltar, sin tener en cuenta en absoluto si a mí podía interesarme algo o nada en absoluto. Una señora, de origen alemán, cuyo nombre nunca supe, coincidía muchos días conmigo en los sillones centrales del jardín después de comer. Un día empezamos a hablar y me contó parte de su historia vital. Nació y vivió en Breslau, una ciudad alemana de buen tamaño (más de medio millón de habitantes). Después de la Segunda Guerra Mundial toda esa región (la Silesia) pasó a formar parte de Polonia, por imposición de la Unión Soviética en los acuerdos de Potsdam y Yalta. La propia ciudad pasó a llamarse Wroclaw. De repente, su familia se vio enfrentada al hecho desconcertante de que su casa estaba en territorio extranjero, del que fueron efectivamente deportados por las nuevas autoridades polacas. No supo contarme los detalles de su periplo, pero su conclusión es que había terminado en España y que aquí se encontraba muy bien. La vi algún día con visitantes que parecían ser familia suya, pero no tuve ocasión de establecer tertulias con ellos. Doña M., más de ochenta años e ingresada provisionalmente en la Residencia para la rehabilitación de una operación no sé bien si de fémur o de cadera, me tomó mucho cariño porque coincidíamos a la misma hora en Fisioterapia. Un día se acercó a mí en el jardín (ella iba en silla de ruedas) y me empezó a contar la historia de su familia, del chalet en el que habían vivido, y luego en un piso, de su marido ya fallecido, de sus hijas, de sus nietas, etc. etc. Un monólogo sin retorno y sin mucho propósito, del que al final se dio cuenta y me pidió disculpas por el tostón con el que me estaba castigando. Particularmente interesante me resultó una conversación con mi sobrina M., a la que veo de vez en cuando cuando pasa por Madrid, porque ella vive en Barcelona. Es artista, especialmente del canto, y da clases en algún colegio, dirige algún coro y participa en eventos musicales y teatrales siempre que puede y tiene ocasión. Me comentó que ella ya hace mucho tiempo que no asiste a cástings de ningún tipo (las oportunidades le aparecen por amigos o conocidos), porque parece que el único interés de los reclutadores es saber si el número de seguidores que tienes en Instagram y otras redes sociales es elevado, para que resultes una buena fuente de publicidad gratuita para los espectáculos en los que vayas a participar. Poco que ver, en realidad, con las capacidades o habilidades artísticas. La modernidad a menudo deforma la realidad. En un par de ocasiones pude tener una charla, mano a mano, con Don José, que compartía mesa conmigo en el comedor, pero que allí hablaba más bien muy poco. Aprovechando la hora del aperitivo, una de las mínimas concesiones a la gula que nos permitía la Residencia el fin de semana y a la que los dos éramos aficionados, charlamos sobre diversos temas. Con su dilatada experiencia en la Administración Pública (tanto en Sevilla como en Madrid), me comentó las prácticas habituales de Alcaldes y Diputaciones Provinciales y me ilustró sobre las formas, a menudo informales, en que se acaban implementando las decisiones políticas. Y también me anticipó su traslado a otra Residencia en Valladolid, donde vive una de sus hijas, no sé si la más próxima, la más querida o simplemente la más dispuesta.  Muchas conversaciones con amigos que venían de visita sólo tenían de particular que se celebraban en el jardín de la Residencia, pero eran muy parecidas a las que podríamos tener en alguna de las comidas que celebramos durante el año, o en la propia recena de las timbas periódicas que organizo en mi casa. Las tertulias, la conversación en suma, junto con la lectura, fue uno de los elementos básicos para ayudarme a que el tiempo que pasé en la Residencia me pareciera algo más corto de lo que realmente fue, y que discurriera con un poquito de placer, que el entorno no facilitaba para nada.

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