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Las rosas de piedra, de Julio Llamazares

Publicado el 02 agosto 2010 por José Angel Barrueco
Las rosas de piedra, de Julio Llamazares
Al fin, aparece aquélla en lo alto de su atalaya y el viajero se relaja de inmediato. Por fin, piensa mientras se aproxima entre garajes y casas viejas que parecen muchas de ellas todavía de otra época.
Y es que Zamora ha cambiado poco o muy poco desde entonces. Anclada al lado del Duero, en mitad de la meseta y en el camino hacia Portugal, o sea, a ninguna parte, Zamora sigue siendo una ciudad muy pequeña y provinciana. Lo delatan sus edificios y el aire de sus jardines y lo confirman sus habitantes. Que parecen muchos de ellos sacados de la posguerra, por lo menos los que ahora el viajero va cruzando por la calle.
En la subida a aquélla, no obstante, prácticamente desaparecen. La parte vieja de la ciudad está casi despoblada, por lo menos a esta hora, que tampoco es que sea tan temprana. Entre unas cosas y otras, el viajero ha tardado casi dos horas en llegar de Astorga a aquí.
Pero ha merecido la pena el viaje. Porque Zamora, la ciudad de doña Urraca, la de Viriato y Bellido Dolfos, la “bien cercada” de los romances que arrasaron, sin embargo, hasta dos veces los árabes (obligando al rey de León a reconstruirla otras tantas), resplandece en su atalaya bajo el cielo azul de abril como en las fotografías. A un lado y a otro, sus torres se alzan sobre el caserío, que parece, ciertamente, no haber cambiado en mil años. Y no lo ha hecho, en su mayor parte. De hecho, siguen en pie, ocultos tras las murallas, muchos palacios y caserones que destilan historia por cada piedra y la mayoría de las iglesias que le han dado a esta ciudad el título de románica. Comenzando por la catedral, que es la primera de todas y que, desde el espigón final, preside y vigila el resto.

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