Revista Libros
Julio Llamazares.Las rosas del sur.Alfaguara. Madrid, 2018.
Que éste es un libro de viajes, no de arte ni de historia, ni mucho menos de espiritualidad. Y que con él no pretendo establecer ninguna teoría ni llegar a ninguna conclusión concreta. Como en todos los libros de viajes que he escrito, lo que en él cuento es lo que vi y me ocurrió, que es lo que han hecho siempre los escritores y los viajeros que escriben y viajan por puro placer, escribe Julio Llamazares en la nota que ha puesto al frente de Las rosas del sur, el libro de viajes por las catedrales del sur de España que publica Alfaguara.
Continuación y complemento de Las rosas de piedra, con Las rosas del sur se completa un monumental ciclo que había empezado en Santiago de Compostela y acaba en San Cristóbal de La Laguna y en el que el viajero recorre setenta y cinco catedrales españolas y más de veinte mil kilómetros.
Desde La Almudena, catedral moderna y artificiosa -Escéptico, reflexivo, respetuoso y hasta lento en el andar, si alguien sobra en este sitio es el viajero, empeñado en buscar belleza donde sólo hay artificio; una artificiosidad extrema que se advierte en cada detalle de la decoración del templo, especialmente en la de los techos, que se diría pintados hace dos días, y que se contagia, a lo que parece, a los visitantes, empeñados muchos de ellos en aparentar un conocimiento y una disposición estética que contradicen su aspecto y sus comentarios. «¿A que recuerda a la de la catedral de Burgos?», le dice, por ejemplo, una señora a su marido, admirando la desmesurada cúpula. «A mí me recuerda más a la de Toledo», responde el interpelado, que lleva una pegatina de Comisiones Obreras en la camisa- a un Viernes Santo en La Laguna -un entramado de caserones y de palacios con varios siglos a sus espaldas y cierto aire ultramarino en el que la vegetación confirma que el viajero está ahora tan cerca de América como de Europa; es decir, tan lejos de todo el mundo como se siente en este momento mientras camina por La Laguna sin rumbo bajo la noche-, se suceden en estas páginas el pasado de las catedrales y el presente de su entorno urbano y humano, la ciudad, el paisanaje y el paisaje, como este de Toledo:
Para imaginar Toledo hay que pensar en un río que forma un bucle casi completo en torno a un cerro redondo sobre el que se amontonan como un enjambre de abejas centenares de edificios y palacios cuyos tejados conformarían un todo único, tan uniformes son sus colores (ocres y tierras, como el paisaje), si no fuera por las torres que se elevan hacia el cielo sobre ellos y entre las que destacan por su espectacularidad y altura las de dos fabulosos edificios, uno cuadrado y de inspiración castrense —el alcázar— y el otro religioso y, por lo tanto, más fantasioso: la catedral de Santa María. El viajero, que la ha visto muchas veces y que, por ello, no necesita imaginar Toledo (aparte de que la tiene enfrente de nuevo), mientras rodea su caserío siguiendo el bucle del Tajo en busca del hotel en el que dormirá esta noche recuerda la definición que ha leído en una guía que trae consigo y piensa que no puede ser más certera: la católica montaña.
Porque en estos viajes por el espacio y el tiempo de las catedrales -de carácter medieval, góticas y románicas, las del norte, mayoritariamente renacentistas o barrocas y alguna neoclásica las del sur- la mirada literaria de Llamazares integra paisajes y personajes, historia y arte, narración y diálogo, palabra y fotografía para intentar captar el espíritu de unos edificios que además de emblemas de religiosidad son libros de piedra que contienen lecciones de vida y de historia sobre las ciudades y sus habitantes.
Y así como Baroja tropezó con la gramática en Coria cuando estaba preparando las Memorias de un hombre de acción, Llamazares tropieza en ese mismo lugar con las reliquias de su catedral:
Aunque, evidentemente, al viajero las que más tiempo le detienen son las famosas reliquias, comenzando por el célebre mantel, que asoma de un cofrecito de plata muy repujado expuesto en una vitrina en el centro de la sala en la que están todas las demás. Todas en relicarios o en ostensorios de gran belleza, como corresponde a su contenido. ¡Ahí es nada un trozo del lignum crucis, un hueso de San Juan Bautista, una ampolla con leche de la Virgen, una pluma del arcángel San Gabriel…! El viajero, estupefacto, las contempla una tras otra sin saber si sentirse objeto de una gran broma o caer rendido ante ellas implorando el perdón del cielo.
Santos Domínguez