El golpe tosco y hueco de los tacones al besar la madera anunciaba su paso, vestidas de negro, con el rostro cubierto, eran la personificación de la muerte, su andar lento marcaba los minutos de vida que restaban para el enfermo moribundo, y su bastón romo era su propia versión de la guadaña de la parca. El toque seco del amaderado bastón fue lo último que muchos sintieron en vida y quien murió con los ojos abiertos se llevó la lúgubre imagen de la acabadora impresa en sus pupilas.
Aunque parezca pura ficción las acabadoras o últimas madres, fueron mujeres reales, que se dedicaban a administrar la muerte a ancianos o enfermos muy graves, para ahorrarles grandes agonías, populares en las zonas rurales de Cerdeña, las acabadoras no eran enfermeras ni mucho menos religiosas, acudían contestando a las peticiones de la familia y jamás cobraban por su "trabajo", sobreviviendo siempre de la caridad vecinal.
Las primeras apariciones registradas de este ángel de la muerte datan de hace unos 3500 años, probablemente nacidas en el seno de cultos paganos, donde su función como sacerdotisas no difería con los principios de estas prácticas religiosas, sin embargo con la llegada del Cristianismo a Europa y las fatales condenas por cualquier ápice de comportamiento que pudiese tildarse de herejía, esta función de las "últimas madres" se sumergió en la clandestinidad, ya que se enfrentaba totalmente a la idea de la Iglesia de que Dios es el único capaz de dar o quitar la vida.
La acabadora obraba sin dejar pistas, lo que a la par favorecía a las familias que solicitaba sus servicios, que quedaban envueltos en un eterno pacto de silencio. En un momento en que la medicina no aliviaba los dolores y las familias agonizaban junto a los moribundos, la acabadora, a pesar de traer la muerte, era vista por la tradición popular como una madre misericordiosa, la última madre.
Obraban en las sombras, escondidas de Dios y los hombres, para llevar a cabo su cometido exigían que
no existiera en la sala nadie más que el moribundo y que se retirasen también de la misma todas las imágenes o símbolos religiosos. Se valían de una rama de olivastro de 40 centímetros de largo trasformada en un bastón especial llamado "mazzolu", con el cual propinaban un golpe en el pariental o la nuca, también se valían de la asfixia o el estrangulamiento como armas para lograr su nefasto fin.Con el paso de los años, los pactos de silencio se han roto y han salido a la luz, permitiendo ubicar las últimas actuaciones de estas mujeres acabadoras, una en 1929 y otra en 1952. En el pueblo de Luras existe hace unos años un Museo Etnográfico que alberga las tradiciones de Cerdeña y en su interior guarda un "mazzolu", hallado por Piergiacomo Pala , fundador del museo y apasionado investigador de estas misteriosas figuras, que tras años de investigaciones, entrevistas y búsquedas implacables recuperó el arma del interior de las paredes de la casa de una acabadora.
Pala opina, que esta labor no esté extinta, y que es posible que continué de manera muy marginal y clandestina, pues se tiene conocimiento de que hace apenas 15 años, en secreto de confesión, una mujer reveló que había actuado como acabadora de un hombre terriblemente enfermo, en una localidad cercana.
Quizás aún ejercen su función, más en la oscuridad que nunca, y llevan más de 3000 años llevando a cabo una práctica que hoy puede resultar aberrante y que de por sí es un tema tabú en nuestra sociedad desarrollada, que tartamudea para hablar de suicidio asistido o derecho al mismo.
Lo cierto es que era una práctica tan común en estas comunidades, como el oficio de matrona, y de hecho casi siempre, las acabadoras subsistían de la caridad y dedicándose a traer la vida al mundo, siendo así testigos sombrías de ambos lados de la existencia, el principio de una vida y el final de otras tantas.