Revista Cómics

Las siete puertas del infierno

Publicado el 24 abril 2020 por Xavier Xavier B. Fernández

Las siete puertas del infierno Fue una noche intensa, pero a todas las disuelve la luz del amanecer. Bonnechance estaba físicamente ileso, pero la experiencia de haber sido poseído por aquel espíritu o demonio o lo que fuera, le había dejado agotado, y débil como un bebé. Le dejamos durmiendo a resguardo, y bajamos a la catacumba, el Padre Veracruz y yo. A la luz de nuestros quinqués vimos que el cadáver de Lobo Gris, o del anciano menudo y arrugado que Lobo Gris había sido en vida, seguía allí, caído en la postura que yo recordaba, acribillado a balazos. A su lado estaba lo poco que quedaba del Comodoro: unos cuantos huesos resecos y desperdigados, medio convertidos en polvo. El cráneo había perdido la mandíbula, pero en lo que quedaba se apreciaban dos colmillos pronunciados, puntiagudos. De hecho, sólo pudimos identificar aquel montón de huesos como los restos del Comodoro por las ropas, que, esas sí, estaban intactas. Veracruz redujo el cráneo a fragmentos de un violento pisotón. Después, con dos patadas, desperdigó los pedazos. —A mí me parecía suficientemente muerto—dije.
—No está de más asegurarse. La piedra circular labrada con caracteres aztecas que cubría el fondo de la cisterna estaba intacta, sin ninguna señal de haberse agrietado. Sobre ella reposaba la lanza de Lobo Gris. Le expliqué al Padre lo que había visto: cómo el Comodoro había quebrado la piedra con un pico, y cómo de entre sus grietas había surgido aquel horror sin forma que había poseído el cuerpo de Bonnechance. —¿Y cómo dices que dijo el Comodoro que se llamaba esa cosa? —Lo dijo, pero no lo recuerdo. Le dio un nombre muy enrevesado y muy difícil de pronunciar. Veracruz sacó una libretita de tapas negras de hule, de algún bolsillo interior de su guardapolvo negro, la abrió y leyó algo. —¿Azathoth? —No. De algo me suena ese nombre, pero no dijo que se llamara así. —¿Yog-Sothoth? —No, tampoco. —¿Kaajh'Kaalbh? —Sí, algo parecido ¿Qué quiere decir eso? —Es el nombre de, digamos que… un demonio. Algo así. Uno de los siete. —No me diga que hay otras seis cosas como esa por ahí. —Pues parece que sí. Aprisionados por los aztecas en diversos lugares de los territorios salvajes. Los españoles encontraron esos siete lugares, y los llamaron las siete puertas del infierno. —¿Cómo sabe usted todo esto? Veracruz alzó un instante la libretita de tapas de hule, para mostrármela, y la guardó. —Porque los españoles lo dejaron por escrito. Parece ser que, cuando llegaron, abrieron alguna de esas puertas infernales que los indios habían cerrado. Cuando entendieron lo que eran, construyeron sus propios santuarios encima de los de los indios… no era mala idea, porque, como te dije, con estas cosas no está de más asegurarse. Lo que me recuerda… Sacó un rosario de cuentas de madera de un bolsillo, y lo tiró al fondo de la cisterna circular, a hacer compañía a la lanza. Después examinó el espacio de la catacumba, y en especial las hornacinas. —¿Por aquí dices que desapareció el coyote? —Sí, en el interior de esa hornacina. Como por arte de magia. —No, no ha sido magia. Aquí al fondo hay un agujero.Como la boca de una madriguera. Y se nota corriente de aire. Debe llegar a la superficie. Con su quinqué iluminó el interior de otra hornacina. La luz reveló unas letras grabadas en la pared de piedra interior. Me acerqué, y traté de leer. Parecía español. —¿Sabe lo que dice ahí?—pregunté. —“Viajero que has encontrado esta tumba oculta, no te demores en ella, pues este lugar sagrado protege la entrada al infierno, y tu alma inmortal puede correr peligro. Sal de aquí lo antes que puedas, pero antes reza una oración por los tres valientes que aceptaron la misión de proteger esta puerta: los soldados DiegoGálvez Mendoza y Francisco Barbastro Aguirre, y el Padre Dominico Fray Luis de Cangas”. —Esos tres cadáveres… —Sí, los tres guardianes de la puerta del infierno. Ahora serán cuatro. —¿Quiere dejar aquí el cuerpo de Lobo Gris? —Esto es una tumba, un lugar sagrado. Además,estoy seguro de que él lo habría querido así. Machacamos los huesos del Comodoro hasta convertirlos en polvo, o como mucho en gravilla, los metimos en una bolsa de cuero y la lanzamos al interior de la cisterna, con todos aquellos símbolos sagrados de diversas religiones. El cuerpo de Lobo Gris lo extendimos en el suelo y lo amortajamos con el guardapolvo negro de Veracruz. Luego éste pronunció la oración de difuntos. —¿Lobo Gris era católico?—pregunté. —No, pero yo sí. Y, de todas formas, no sé oficiar ninguno de sus rituales paganos. Una vez cumplidos nuestros deberes para con los muertos, salimos de la catacumba. En el pozo de acceso, como ya os dije, había almacenadas, junto a los quinqués y los aperos de excavación, unas cajas de dinamita. Encendimos unos cartuchos y los lanzamos al interior de la galería subterránea. La explosión hizo que se derrumbara, sellando así el acceso a la catacumba. Fuimos a buscar a Bonnechance, buscamos tres caballos, que tuvimos la suerte de encontrar en las cuadras, y antes de marcharnos utilizamos la dinamita que nos quedaba para hacer saltar el rancho por los aires. A lo poco que quedó en pie, le prendimos fuego. Y nos marchamos. El sol brillaba esplendoroso sobre nuestras cabezas, en un cielo limpio de nubes, y el incendio a nuestras espaldas contribuía a calentar aún más el aire del desierto de Texas. Era casi de noche cuando llegamos al pueblo. Descubrimos que el Mustang de Veracruz y el Palomino de Bonnechance habían regresado por su cuenta, y allí nos esperaban, rondando por la calle mayor, ensillados y embridados. Les di alojamiento en mis caballerizas, y les serví forraje y agua. Nosotros, como no había nadie y podíamos escoger, nos acomodamos en la casa de Müller, que era la más grande. Además, en el almacén contiguo teníamos comida en abundancia. Y allí pasamos la noche. Bonnechance estaba aún muy débil, y se quedó dormido inmediatamente, no bien se metió en la cama. Seguía durmiendo cuando me levanté por la mañana. El Padre Veracruz no estaba en la habitación que había escogido. Baje a la cocina, para preparar café y huevos, y le vi a través de la ventana. Salía de las caballerizas, pertrechado, y con el caballo ensillado. Montó, y al pasar por el lado de la ventana me saludó con la mano. La abrí, para hablar con él. —¿Se marcha, Padre? —Ya no tengo nada que hacer aquí. —Por lo que yo sé, tampoco tiene nada que hacer en ningún otro sitio. —Te equivocas. Voy a buscar las otras seis puertas del infierno. Quiero asegurarme de que sigan cerradas. Saluda a Bonnechance de mi parte. Le vi alejarse en dirección al Este, hacia el sol del amanecer. Nunca más he vuelto a saber de Valdemar Veracruz. Aún me quedé unos días más en aquel pueblo desierto: los justos para que Bonnechance recuperara las fuerzas. Durante aquel tiempo vi un par de veces al coyote tuerto de pelo rojizo. Me observaba desde la distancia. Cuando yo le miraba, me gruñía, giraba grupa y se marchaba. Una de las dos veces en que nos encontramos yo iba armado, y el coyote estaba lo suficientemente cerca como para haber podido meterle una bala. Pero no lo intenté. No, no tengáis ideas raras: aquel bicho no era mi madre, nunca lo había sido y yo era plenamente consciente de ello. Mi madre llevaba ya varios años muerta. Pero, sin embargo… Pasados unos días, Bonnechance se recuperó, y llegó también para él el momento de ensillar su caballo y marcharse. Dijo que, para honrar a sus hermanos, iba a cumplir su sueño: llegar a California. Me ofreció ir con él, pero yo ya tenía suficiente de las tierras del Salvaje Oeste. fui al Norte con los caballos que me quedaban, los vendí en la primera ciudad con feria de ganado que encontré, y con el dinero que conseguí viajé a Nueva York, donde me enrolé, como grumete, en un navío de la marina mercante. De todo eso hace ya unos cuantos años. El trabajo de marinero mercante me empieza a aburrir. Creo que ha llegado el momento de volver a cambiar de ocupación. He pensado en ir a la isla de Nantucket, en Massachusetts, y tratar de enrolarme en algún barco ballenero. Dicen que es un trabajo peligroso, pero no puede serlo tanto como enfrentarse a diablos en las llanuras de Texas. Y no hay diablos en el mar. Eso creo. Las siete puertas del infierno


Volver a la Portada de Logo Paperblog