Primero está la soledad. / En las entrañas y el centro del alma: /ésta es la esencia, el dato básico, la única certeza; / que solamente tu respiración te acompaña, / que siempre bailarás con tu sombra, que esa tiniebla eres tú. Darío Jaramillo Agudelo
Uno podría empezar la lectura de La soledad del náufrago (Caracas: Bid&Co, 2012) de Miguel Marcotrigiano con la Nota bene que le pone final y que, firmada por el también poeta Adalber Salas, encargado a su vez de la selección y del epílogo, da cuenta del carácter casi antológico de este poemario, cuyos seis segmentos ponen en escena material tanto édito como inédito del autor. Los vigorosos cuestionamientos interiores que hilan esas distintas variaciones delatan un ars poética común: la del naufragio, del cataclismo existencial que inaugura, paradójicamente, la posibilidad misma del acto poético; no como si el verso fuera la conjuración del sufrimiento, su exorcismo para una vida más plena, sino todo lo contrario: su bricolaje, su exploración y su comprensión como fuente de inagotables interpelaciones existenciales.
Esto es particularmente visible en la primera sección del libro, homónima por demás al conjunto, en la que el poeta canta a su propio descarrilamiento, postulando la supervivencia del verso sobre el declive vital de toda la vida, como si su impronta misma se perdiera, tarde o temprano, muy a pesar de la palabra, que intenta perdurar en el tiempo: “Mañana / quienes descubran los restos / intentarán reconocer mis facciones / y dirán / qué extraño qué raro / diríase que esta paz es inédita / que son muchos los rostros / que se agolpan en mi cara” (p. 21). Los restos poéticos, así, poemas mayormente sin título, insisten en una ruptura con el espejismo del autor, con una singularidad que los condene, como suelen hacer las malas lecturas de un poema, a referir, a ser puesta en escena de algún momento previo o inmediato a su escritura. He allí que el naufragio de la experiencia vital plantee las reflexiones iniciales del recorrido que esta selección poética de Marcotrigiano pretende, pues “El sueño de la vida se interrumpe / cuando la angustia se asoma / por el ojo de la cerradura” (p. 26). Esta perspectiva, tan solitaria, en la que el poeta halla desamparo frente al vacío entre la vida y el verso, será un constante punto de retorno a lo largo de las partes subsiguientes del libro. Ni siquiera en la visita del lector podrá la poesía recuperar lo extraviado, reponerse del naufragio.
La segunda sección del poemario, titulada “Segunda persona”, invoca en ese lector a un interlocutor perdido, fantasmagoría tal vez de naufragios anteriores, y a quien se dirigen estos versos no exentos de erotismos, requiebros o lamentaciones amorosas, más a modo de despedida tardía que de canto o celebración del afecto. Pero así como la escritura en el segmento anterior, este amor oscuro, inefable, visible sólo en el pronombre que acusa en la página al lector, no ofrece al poeta salvación alguna de su catástrofe: “Dónde la bala / el golpe certero / la calle oscura / en fin / el amor / que nos libre / de la esperanza?” (p. 40); “Precisamente / allí pienso quedarme / en nadie // persistiendo en mi oficio / de animal forjado en secreciones ventrales” (p. 31). El paralelismo entre estas dos partes iniciales del libro es cónsono con el tono mustio de ciertos versos irregulares, a ratos breves y resignados, pero también lánguidos y arrítmicos, a modo de irrupción exclamativa, presentes en estos poemas breves e introspectivos. Se trata de una lectura en pugna contra un tiempo interior: sumergidos en el yo escritural, los poemas acontecen a medida que el poeta y el amor se desintegran.
“La hora de la voz”, tercero de estos seis episodios, insiste en la imagen del naufragio fijando su atención en la palabra poética, en su imposibilidad de erigirse como alternativa al sufrimiento de existir y, sobre todo, al de fracasar; la escritura es confrontada por Marcotrigiano como un espejismo, una fuente de ilusiones de las que va deslastrándose, no exento por ello de dolor: “Maldigo la hora de la voz // Es amargo el momento en que se revelan / los sonidos // he roto la fuente y no hallo / cómo recoger los líquidos caminos / cómo regresar a las entrañas / y recuperar el paraíso” (p. 56). Nótese el camino extraviado al paraíso original, respuesta a la conocida frase de Bataille sobre la literatura como la “infancia recuperada”, y producto de la falta de respuestas, de soluciones y de compón en la que parece revelarse la poesía. El poeta la acusa incluso de limitarse a evocar lo perdido, como un aroma apenas en la brisa, en lugar de brindar algún alivio a la angustia: “este valle ya es una ausencia / y no te alcanza la brisa / ni el canto de las aves / al inicio de este poema” (p. 63).
No se asume aquí, por ende, a la poesía como una respuesta posible a los naufragios vitales, sino como una actitud sacrificial que, desprovista de la promesa del resurgimiento, del gesto soberbio del ave fénix, y desprovista también de teleologías más allá de la renuncia misma, reclama dentro del poeta la llegada del fin, la liberación del cesamiento pero también la angustia del vacío: “entierra a tu hijo vivo / hazlo muy profundo // de sus cabellos brotarán las ramas / de sus ojos / el olvido” (p. 62). La voz que da título al segmento, al final, resulta ser poca cosa ante el océano del silencio venidero: apenas los gritos de un ahogado en la tormenta.
Hasta aquí hemos leído en el poemario de Marcotrigiano una infructuosa persecución de asideros existenciales, de respuestas formales o filosóficas a la inminencia del vacío que asedia a los cuerpos, a los afectos y a la poesía misma. Se tiene, de ser así, la impresión de un avance dificultoso que va dejando detrás consuelos y lazos mundanos, en una lenta inmersión hacia lo oscuro. Ante ese vacío, condición de soledad que a ratos parece irremediable en la vida misma, sobrevienen entonces las “Otredades”, coro de voces que aproximan al poeta a ciertas simbologías y tradiciones centrales de Occidente, y que, de acuerdo a cierto psicoanálisis, resultarían también patrones arquetipales. Surge así la exploración de los arcanos del Tarot, remontando el significado hacia sus esquemas más primigenios, casi preconscientes, o a figuras mitológicas de la tradición literaria –las parcas, el golem–, hasta, finalmente, el diálogo imposible con voces extintas de la literatura –antecesores, fantasmas– como la de Paul Celan, a quien uno podría imaginar hablando desde un puente sobre el Sena, a punto de dar su último salto al vacío.
A semejante intercambio con el pasado, suerte de regresión hacia lo otro, hacia la bóveda universal de significados que preceden nuestro nacimiento, sucede en este apartado la figura del “hermano”, doble o doppelgänger, un desprendimiento de sí con el que, finalmente, puede el poeta dialogar, una vez que todo lo demás le ha sentenciado a estar solo: “…y queda / atrapada / de nuevo / la angustia / en la palabra «hermano» / en un estúpido miedo / «Hay enfermedades / –poeta– / que no cura / un espacio en blanco // y menos / un silencio»” (p. 76). Se cumple así la otredad prometida en el título al dar finalmente en el vacío con otra voz distinta a la propia, con la cual compartir, ante todo, el dolor y la ausencia de existir: “…cómo duele verte la cara / hermano // qué vergüenza la vida / que no vivimos / las palabras detrás de los dientes / la franela blanca que llevabas puesta / cuando la muerte hizo su lectura” (p. 80). “Otredades” es, si quiere, el canto menos desesperanzador del libro: el instante del hallazgo en medio del terrible naufragio.
Y esa dualidad recién adquirida, fundada por el surgimiento del hermano, funda por otro lado el espacio psíquico necesario para el siguiente segmento poético: “Dípticos”, suerte de lexicón ficcional en el que abordar los fundamentos del mundo –la noche, el vuelo, la ciudad, la muerte, la imagen, el vacío, la locura, etc.– a través de un abordaje doble, de pregunta y respuesta, de increpar y afianzarse, siempre en el espejeo que refieren el “I” y “II” que divide cada poema e identifica cada una de sus partes.
Sin embargo, lejos de intentar definir –delimitar, enmarcar– como lo haría un diccionario, este conjunto de “Dípticos” proponen la explosión, la detonación de los sentidos en torno al universo: caso contrario no serían poesía. Los motiva, tal vez, la vuelta al caos primitivo en el que las cosas se originaron: un acto adánico, un intento por nombrar las cosas en el vacío a partir de una lengua interior, muerta, indescifrable excepto en su asomarse a las palabras del otro, en su confrontar los sentidos con los que se oponen del otro lado. Se trata de una labor de traducción: nombrar lo mismo a partir de palabras distintas. Y la metáfora, a fin de cuentas, persigue ese error voluntario del sentido, como una forma de superar el abismo entre el poeta y la vida, o parafraseando a Foucault, entre las palabras y las cosas.
El final de esta compleja Odisea poética –no en vano es un canto al náufrago– lo sentencia la última parte: “La palabra y su sombra: en torno al hecho poético”, contrapartida ensayística de la densa experiencia de lectura que compone todo lo anterior, apuntando tal vez a volver sobre el libro mismo para tomar los apuntes en prosa de un arte poética final. Hablamos, de algún modo, del glosario final del naufragio, de una serie de instrucciones aprendidas en la aventura. Queda la duda de si a semejante experiencia de extravío y fragmentación, conviene una reconstrucción final en prosa, o si nos hallamos en presencia más bien de un fragmento perteneciente a otro volumen, a una apuesta distinta de indagación interior, más convencional. La soledad del náufrago es, a fin de cuentas, un tránsito singular a través de distintos estadios de ruptura y reconciliación, de desazón, desesperanza y de posteriores composiciones, ancladas en lo vital y bastante bien definidas por Adalber Salas en el epílogo del libro, como un juego infantil de sombras: éstas últimas, dice, “…fueron las primeras en revelarnos la multiplicidad cómplice de lo real” (p. 166).
@gpayares
Ilustración: “Melancolía”, Edvard Munch