Las sombras, que durante todo el día han estado ocultas bajo la falda del sol, trepan ahora por las casas mientras las luces de oro se apresuran a encaramarse a lo más alto de los edificios. Los últimos brillos, atrapados en las azoteas, no tienen otra salida que no sea el cielo. Y saltan. Arriba, muy alto, donde la oscuridad no pueda devorarlas. En su desesperada huída alcanzan las nubes, que enrojecen al tacto y se las llevan consigo al horizonte, a seguir al sol al que todas pertenecen. Las que no han podido alcanzar las nubes, las que han quedado rodeadas en los patios, las que se han perdido en laberintos de calles, las despistadas que han quedado encerradas en espejos, esas, son las que las sombras engullen. Sin piedad. Es el feroz festín que confirma que, una vez más, las sombras han ganado. La ciudad es suya, y harán con ella lo que les plazca hasta que presas del cansancio vuelvan a ocultarse. Entonces el sol, inocente sol, creyendo que la noche abandona, soltará de nuevo sus tiernos brillos, destellos y luces para que salgan a jugar con todo lo que encuentren. Pero ten cuidado, sol, porque las sombras, con su apetito voraz de luz, nunca descansan.
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