Vete de mí / Bola de Nieve
Asido a un formidable habano, en el mullido sillón de orejeras, alcanzando con la otra mano un coñac excepcional que saboreaba con fruición, pasaba las tardes escuchando los viejos discos de El Bola y filosofeando sobre el icono de la música cubana. Aquel que, en vísperas de su despedida, había dicho que nunca tuvo el plan de iniciarse para vivir del arte. Vaya filósofo de la vida, pensaba de este Ignacio Jacinto Villa.
El chileno Pablo Neruda dijo de él una vez que “se casó con la música y vive con ella en esa intimidad llena de pianos y cascabeles, tirándose por la cabeza los teclados del cielo. ¡Viva su alegría terrestre! ¡Salud a su corazón sonoro!”.
Y el maestro Andrés Segovia lo elevó a los altares musicales al aseverar que “cuando escuchamos a Bola parece como si asistiéramos al nacimiento conjunto de la palabra y la música que él expresa.”
Sus pianos de cola eran tan elegantes como su frac. Impecables e impolutos. Y esa forma de desgranar las canciones, sin tener un chorro de voz. Pero con la suya, que era tan cristalina…
Su paisano, Nicolás Guillén, acertó a sentenciar que, tras la conversación, “Bola, además de su cultura musical, tiene una bien hecha cultura literaria. Su charla (no pública, pues no es charlista de ese jaez, sino la corriente entre amigos) está siempre salpicada de ingenio, con lo que hace buena la observación del clásico según la cual la destreza en decir donaires es signo de grande inteligencia”.
Se cuenta que en la madrugada en que murió, en México, en 1971, se había ido pronto a la cama porque quería madrugar. Lo hizo con la más natural de las sonrisas. Su forma de ser y de sentir le llevaba al convencimiento de que no tenía fanáticos: “Devotos es lo que tengo yo. ¿Por qué? … porque yo soy la canción; yo no canto canciones ni las interpreto”. En Guanabacoa, donde han pasado tanto, aún lloran su sentida ausencia.