Revista Opinión
Reza el proverbio que quien siembra vientos recoge tempestades. Es lo que le está pasando a Donald Trump en la recta final de su mandato, durante el cual no ha dejado de provocar inestabilidad en cuantos asuntos ha metido mano. Y cuando más necesario le resulta presentar un balance tranquilizador, se desatan las tempestades que él mismo ha causado. Por ello no es sorprendente, aunque sea hasta cierto punto inesperado, lo que está sucediendo en las últimas fechas en Estados Unidos de América (USA, en sus siglas en inglés, o EE UU, en español). Son los brotes de las semillas que el propio Trump se encargó de esparcir desde que accedió a la presidencia del país más poderoso del mundo. Un cargo que le está grande y que pone en evidencia su escasa capacidad para cumplir con aquella promesa de “hacer América grande otra vez”. Porque, en vez de esa grandeza, lo que Trump está consiguiendo es que EE UU sea azotado por las tempestades de la desigualdad, el racismo, la impotencia de proteger a su población ante emergencias sanitarias, la creciente espiral de desconfianza que genera un país que fue faro del mundo, el desprestigio ante sus socios, el desbarajuste en el derecho internacional, la manipulación política y social, el deterioro de la democracia frente a la demagogia del populismo sectario y la ruptura de los consensos en un mundo multilateral e interdependiente.
En ese ambiente enrarecido que ha caracterizado la era Trump, ha bastado la chispa provocada por la enésima víctima de la violencia racial policial, acaecida el 25 de mayo pasado en Minneapolis, donde un ciudadano afroamericano murió por asfixia cuando estaba siendo detenido, para que una avalancha de manifestaciones y protestas se extendiera por todo el país y prendiera las llamas del descontento en más de 30 ciudades norteamericanas, generando en algunos casos actos vandálicos. Un conflicto al que un presidente visceral y bocazas quiso combatir, en un principio, mediante la fuerza y el autoritarismo, sintiéndose cuestionado y señalado por los manifestantes. Incapaz de contener sus constantes ofensas a través de las redes sociales, Trump no pudo evitar avivar las iras del descontento al glorificar la violencia mediante un tuit en el que aseguraba que “cuando comienzan los saqueos, comienzan los disparos”, tildando de “delincuentes” a los manifestantes.
No obstante, el mayor error que refleja su catadura moral y estatura política ha sido ordenar un despliegue impresionante de fuerzas de seguridad para contener unas concentraciones que llegaron ante las verjas de la Casa Blanca. Más de 84.000 efectivos de la Guardia Nacional fueron movilizados por Trump para apoyar a los cuerpos policiales de los Estados. Y hasta unidades de la 82º División Aerotransportada estuvieron acuartelados en Washington por si tenían que intervenir para “salvar” al presidente, atrincherado en un búnker de la mansión presidencial, ante un improbable asalto que la muchedumbre de “delincuentes” manifestantes pudiera emprender. Tal utilización del Ejército para sofocar protestas y disturbios ha sido cuestionado hasta por el propio Pentágono, que se ha desmarcado de tales iniciativas presidenciales. El jefe del Estado Mayor de EE UU, el general Mark Milley, y el secretario de Defensa, Mike Esper, así como el anterior exsecretario James Mattis, mostraron su desacuerdo con el despliegue del Ejército para dispersar a la población civil que se manifestaba pacíficamente. A ellos se unieron las voces de los senadores Ben Sasse (Nebraska), Tim Scott, el único senador negro republicano, Lisa Murkovsky (Alaska), Lindsey Graham (Carolina del Sur) y Benny Thompson (presidente del Comité de Seguridad de la Patria), contra lo que consideran una actuación inconstitucional al reprimir las protestas con medios militares.
El caso es que este incendio antirracista que prendió en la sociedad norteamericana no fue sofocado como debiera por un presidente que se supone representa a todos los ciudadanos. Por el contrario, Donald Trump se ha pasado todo su mandato sembrando la cizaña del odio racial cada vez que tenía ocasión. Es lo que hizo cuando “comprendió” las agresiones racistas acaecidas en Charlottesville, en las que un simpatizante supremacista de extrema derecha lanzó su coche contra una manifestación de activistas de izquierdas, causando la muerte de una mujer y otras 19 personas heridas de diversa gravedad. Y es lo que hace ahora, cuando un policía de Minneapolis asfixió a George Floyd a la hora de detenerlo, lo que ha generado la actual avalancha de protestas que se ha extendido por todo el país y el resto del mundo. O cuando un manifestante de 75 años fue empujado contundentemente por otro policía, en Buffalo, haciéndolo caer al suelo y golpearse violentamente la cabeza, dejando un reguero de sangre sobre la acera, sin que ninguno de los agentes lo socorriera. Y vuelve hacerlo cuando otro hombre afroamericano murió por disparos por la espalda de un policía, en Atlanta, tras resistirse a ser detenido por conducir ebrio y arrebatar, en el forcejeo, la pistola de descarga eléctrica del agente y huir corriendo. Ante tales hechos, que son reiterativos en la brutal y desproporcionada actuación policial, Donald Trump siempre interviene para expresar su apoyo y “comprensión” a una violencia que, en la mayoría de los casos, ejercen blancos contra negros.
Estos hechos no hacen más que evidenciar los nubarrones tormentosos que se ciernen sobre el futuro resplandeciente que parecía aguardar a Trump. Y está nervioso. Su brillo languidece cuando más falta hacía que deslumbrase a sus conciudadanos. Sus mentiras, exageraciones, manipulaciones e insultos no parecen convencer ya a quienes una vez creyeron ver en él al líder que iba a convertir América grande otra vez. Y no hace más que equivocarse al pretender acallar todas estas muestras de descontento recurriendo a arrebatos de autoritarismo absurdo y soflamas incendiarias. La razón de tanta preocupación es que, a escasos cinco meses de las elecciones, este rechazo popular podría hacerle perder las probabilidades de revalidar su cargo el próximo noviembre. Por ello actúa desnortado y desbordado por las circunstancias, puesto que ya no hay tiempo de maquillar su gestión para volver a engatusar a los votantes.
Porque no es sólo la actual racha de manifestaciones y algaradas por un racismo enquistado en la sociedad estadounidense que él ha contribuido a exacerbar con su exhibición como un presidente supremacista que “comprende” la violencia racista, sino también el rechazo que ocasiona su nefasta actitud frente a la pandemia del coronavirus. Ni la trivialización con que asumió la emergencia sanitaria ni el triunfalismo que mostró sobre la capacidad de EE UU para afrontarla, gracias a su potencia en recursos técnicos y humanos, han podido sustraer a EE UU de ser el país que mayor número de contagiados y muertos suma en el mundo. Víctimas que en su mayor parte corresponden a la población negra y desfavorecida del país. Tal deplorable actuación, cuya responsabilidad por las vidas humanas truncadas está pendiente, se ve agravada por el ridículo de un mandatario que no se recata a la hora de exhibir su peligrosa ignorancia mediante declaraciones y bravuconadas, como cuando recomendó ingerir lejía para tratar la infección o el uso de la cloroquina, que él afirmaba tomar regularmente, como medicamento para la prevención de la enfermedad. La Administración del Alimentos y Medicamento de EE UU (FDA) ha desautorizado el uso de ese fármaco por los riesgos que acarrea y por no estar demostrada su eficacia contra la Covid-19.
Si a este panorama se añade la crisis económica que ha acompañado a la pandemia y que ha destrozado millones de puestos de trabajo en el país más rico del mundo, el desbarajuste comercial de su particular “guerra” con China y otras naciones, con las que ha roto acuerdos y tratados comerciales arduamente elaborados, la desconfianza en unas relaciones internacionales en las que actúa movido por su intuición empresarial y el interés particular y no por el consenso multilateral que se rige mediante procedimientos diplomáticos, junto a sus balandronadas bélicas (en Siria, Corea del Norte, Golfo Pérsico, Venezuela, Rusia y en cualquier lugar donde amenaza con el botón más poderoso y la bomba más terrorífica) sin apenas efectividad, se comprende que no resulte extraño que los nubarrones empañen la carrera triunfal que Donald Trump pensaba emprender para repetir mandato. Él mismo se ha encargado no sólo de empañar su gestión con su incapacidad para gobernar con decoro y eficiencia su país, sino por su pertinaz contribución a incendiar América, como en los peores tiempos en los que imperaba el hampa, la segregación racial y la desigualdad social. Esas tempestades se ciernen hoy sobre un presidente que se resiste admitir su ocaso. Y lo que es peor, no acepta su fracaso.