Un día, cuando Candi ya había decidido no volver a entrar en la pastelería, e incluso miraba para otro lado cuando pasaba por delante, oyó una dulce voz que le decía:-Señorita, ¿ya no me quiere usted? -¿Cómo? –preguntó la joven con un respingo.-Ya no entra usted nunca -dijo el pastelero desde la puerta, con embaucadora aflicción.-Bueno… -titubeó Candi-, ya vendré un día de estos. Tengo prisa.Y acelerando el paso se alejó de la pastelería como quien huye de las tentaciones de Satanás.
Pero como no tenía más remedio que pasar por allí, pocos días después volvió a tropezar con el meloso repostero. Parecía estar esperándola, apoyado en la entrada de la tienda, con su gorrito y su sonrisa, los brazos cruzados sobre el delantal y el aire ufano de quien sabe que tiene las de ganar. Y le dijo:-Pase usted, mujer, y verá qué rollitos de canela tenemos hoy. Y unas tartaletas de fruta… Le regalaré una, para que las pruebe.Y la pobre Candi, temblorosa como un flan de huevo, respondió:-No, no, gracias, otro día -y pasó de largo.El confitero la siguió con la mirada. Y mientras la miraba, sonreía.
Habían pasado varias semanas desde el día en que Candi decidió no volver a comer dulces, y empezaba a sentir que se merecía una pequeña satisfacción para compensar tanto esfuerzo. Pero ¿y si por un momentáneo placer echaba por tierra todo ese esfuerzo y volvía a caer en el abismo de la dulce gula?
Una vez más tuvo que pasar por delante de la confitería. Y una vez más estaba el pastelero en la puerta. -¿Y hoy? –le dijo-. ¿Tampoco va a entrar usted hoy? Y al ver la actitud dudosa de Candi, insistió:-Total, por un pastelito pequeño no va a pasar nada. ¿Quizá una bolita de coco? ¿O un hojaldre ligerito?
Y Candi, mordiéndose el labio y mirando al confitero como pidiéndole clemencia, hizo ademán de poner un pie en el escalón de la pastelería.