Revista Cultura y Ocio
Concluyo Las trampas del azar, de Antonio Buero Vallejo, en la edición de Virtudes Serrano (Espasa-Calpe, Madrid, 1995), y sigo pensando de Buero lo mismo que ya he expresado en bastantes ocasiones, en este blog y fuera de él: que su lenguaje es magnífico y que su capacidad para “teatralizar” las angustias íntimas no tiene, que yo sepa, parangón en nuestras letras. Estas “trampas” de ahora, con todo, se me antojan más artificiosas y menos sólidas de lo normal en él. Pero, evidentemente, cuando las redactó Buero ya no tenía que demostrarle nada a nadie. En cualquier otro autor, los “defectos” que a esta obra se le han achacado serían disculpados en otros autores de menor entidad incluso con elogios. La gloria y la inmortalidad son, en las manos de los españoles, ingrato escupitajo. Gabriel, el protagonista, es un claro ejemplo de cómo se puede traicionar por acomodación. Lo sencillo es olvidarse de la rebeldía juvenil, y dejarse llevar por la facilidad del laboratorio, las ideas en conserva y el sálvese quien pueda. No importa que se haya sido un joven contestatario o antifranquista, ecológico y de ideas zurdas. No importa echarlo todo por la borda, cuando el premio es tan goloso y tan atrayente: el laboratorio, los millones, la posición holgada, el matrimonio ventajoso, el reconocimiento social, el prestigio. El poder. El Poder. El músico Salustiano, sin proponérselo, es lo que podríamos llamar la “conciencia viva” de Gabriel, y su desacreditación íntima.
Buero Vallejo no es ya, en 2017, un dramaturgo. Es una Inteligencia Dramática. Y en virtud de esa condición hay que leerlo con el respeto que se debe a la majestad ganada a pulso.