Revista Cultura y Ocio

Las últimas palabras de Milady de Winter

Por Calvodemora
Las últimas palabras de Milady de Winter
A veces se ama a sabiendas del mal que ese amor trae: se consigna en el alma el daño, se la hace fuerte adentro y se transporta allá donde va uno, sin obedecer a nadie que reprenda esa tutela loca, sin mirar a conciencia ni aplicar la razón o dejarse convencer por las evidencias. Suelen ser muchas, las evidencias. Nadie está tan enamorado como para no advertirlas, solo aplaza su ejecución, solo secuestra el deseo de liberarse y sigue viviendo preso. Al amor lo pintan como una cárcel, lo hemos visto en el cine o leído en las novelas demasiadas veces, pero la realidad posee su narrativa también e imita con enconada frecuencia al arte, o era al revés, no se saben bien estas cosas, no se tiene a mano un modo de entenderlas cuando hace falta. Uno ama lo que le hace daño, ya lo hemos dicho: lo hace en la creencia de que elegir cómo se sufre es mejor que sufrir sin haberlo elegido. Más vale que yo me administre mi pena a que otros la gobiernen y me la endosen. La literatura está enfebrecida de amores malos, de los que duelen. Si no fuese por ellos, habríamos perdido siglos enteros de novelas maravillosas. No existiría el siglo XIX: estaría borrado, de cuajo, con saña. Y el XX, tan voluble, de tan acelerado su pulso, también se habría ido, conmovido por la ausencia de toda la novelística precedente. La vida es una novela, una diaria, una que no puede dejar de leerse y a la que aplicamos - ahora sí - un esmero descomunal, una paciencia infinita, un deseo atroz y certero. No es posible cosa contraria, no hay quien pasee la vida sin sentir que la está desperdiciando o la está apurando, como un buen vino en un almuerzo, no queriendo que acabe, no deseando que se vacíe la copa y no encontremos caldo parecido que la ocupe. 
Uno ama en silencio, cree en silencio, vive también en silencio: todo lo amado lo madura adentro, lo hace suyo como una extensión misma, tangible, corpórea, pero todo a lo que nos entregamos se hace rico, dejándonos pobres, como dejo escrito Rilke. La pobreza se instala y se adueña de las cosas y produce la sensación de que no ha habido otra cosa que pobreza, como si nunca amar hubiese sido una manera de conducirnos, un modo de vivir. Uno ama el jazz o a la vecina del quinto que nunca nos mira como si el mundo se acabase y le hubiésemos encomendado al amor que nos bañe en el tránsito a la nada. Como si todo fuese amor, como si el peso del mundo fuese amor, que cantaba Hilario Camacho en sus tiempos fértiles y líricos. La propia Milady de Winter, en Los tres mosqueteros, pide piedad antes de que la manden al otro barrio, parisino no, sin duda. Pide al mosquetero que la contempla en ese postrero instante, al que ha traicionado y dañado, que la perdone, pero él no lo hace, no puede hacerlo, solo declama - porque esas cosas se dicen en tono grandilocuente, midiendo el tono, colocando las palabras más oportunas - que su amor fue hermoso y que la amó "como se ama a la guerra, como he amado el vino, como he amado lo que me ha hecho daño" y el mosquetero la llora, a sabiendas de que es el mal el que muere, de que su alma será más pura no teniéndola cerca y de que se acordará a diario de ella y la tendrá en sus sueño
No es el amor el motor, así quisiera: no lo es desde que lo canjeamos por el confort. Se prefiere vivir bien a vivir enamorado. Incluso tiene mala prensa el amor, mala con colmo de maldad. Las novelas románticas, incluso las buenas, no son, no lo son - por más que el lector avezado lo desmienta - las novelas-insignia, las que se exponen después en los listados de grandes obras del año, todo eso. Al amor le hemos relegado a un estadio inferior. Al amor le dejamos estar ahí, le permitimos que ahí resida o que sea indistinguible de la sustancia misma de nuestra existencia, como si viniese de fábrica o como si no pudiésemos, por más que lo anhelemos, borrar su presencia, vivir a su margen, entablar con la vida una relación donde él no reine ni imponga. Las buenas causas las rubricamos con amor, el entero depósito de la esperanza de un mundo mejor está convincentemente construido de amor, pero luego se le da de lado, no lo percibimos cuando se arrima, apenas le damos cuartel, como si apestara. Tiene el alma humana, por decir alma, no sé, bien pudiera ser otra cosa, esa querencia a ir de un lado para otro, de inclinarse al bien puro o al mal puro también, sin que haya razones que soportan una cosa o la otra, sin que podamos entender del todo a qué ese escorarse, los porqués. No habrá porqués y si los hay, en fin, en ese revelador aspecto, no estarán disponibles, no se podrán someter al criterio de la razón o lo que sea. Quizá solo valga hacer un bolero, cantar al amor, ponerlo en una melodía y que las parejas se abracen, se confiesen y se prometan la eternidad.
La folletinesca Milady de Winter, la casquivana y pendona femme fatale de Alejandro Dumas, mal aconsejada por el Cardenal Richelieu, pierde la cabeza (literalmente) por amor o por algo más, y no hay piedad con ella. Se es más inflexible con lo que se ha amado, paradójicamente: se le inflige un daño acorde a la pasión que despertó. Solo si no hubo deseo, en ese meandro de las emociones, se aplica un castigo menor o no se involucra uno tanto. No solo quien bien te quiere te hará llorar: también te hará más daño. Ojalá el corazón humano no se atuviese a estos instrumentos de la venganza y el amor concluyese con un café en una terraza, deseándose los amantes que fueron suerte y amores nuevos, amores mejores, en todo caso. Pero no es así, no suele serlo: el amante afectado, el que se cree dolido, dañado, violentado por el cese del amor o por su corrupción, se toma en mala medida la justicia por su mano y hace las veces de juez y de parte. No estamos únicamente delante de un drama clásico: se repite a diario, insanamente a diario. Es un drama sin paliativos. Duele la repetición. No hemos sido educados, me temo, a renunciar al amor, a darnos por vencidos, a considerar al otro un igual, no la propiedad que a veces se erige como sustancia del litigio, no el objeto del que podemos desprendernos con saña. O mía o de nadie, se dice o se escucha decir. Somos malos, en el fondo. Entiendo que no lo somos todos, que alguien lo atraviesa la bondad y la expande y la comparte con quien lo trata. De ellos dependemos para proseguir. El amor, que mueve el sol y también las estrellas...Lo podemos escribir en un whatsapp y difundirlo urbi et orbi. A mí me queda la satisfacción de cerrar los ojos y ver a Lana Turner. Eso es también un acto de amor, un sencillo y puro acto de amor, amor loco, amor fou, amor mentido, pero amor, ah amor, amor por encima de todas las rotos que produce, amor visible y amor cerrado a los ojos, amor fiero y amor manso, amor a los libros y a las piedras, amor a la raíz cuadrada y a los verbos copulativos, amor al jazz hecho aire y al aire liberando jazz, amor sin palabras, amor carnal, amor en los gestos, ah el amor, qué no haríamos por saberlo nuestro y tenerlo a mano cuando la realidad, la muy puta a veces, nos hostiga, nos hace caer, hocicar contra el suelo, sí, aunque el amor nos ice y haga que el mundo, una vez más, gire, avance, explote de luz como una estrella de mil puntas. Ya saben: quien lo ha probado, no lo reprueba. 

Volver a la Portada de Logo Paperblog