Revista Cultura y Ocio

Las uvas de la ira - John Steinbeck

Publicado el 11 julio 2022 por Elpajaroverde
Las uvas de la ira - John SteinbeckAl principio fue el polvo. Tormentas de polvo anegando la atmósfera y cubriendo los cultivos. Las cosechas echadas a perder.

Después aparecieron los tractores. «Si el tractor fuera nuestro, sería algo bueno, no mío, sino nuestro. Si nuestro tractor abriera los surcos de nuestra tierra, sería bueno. No de mi tierra, sino de nuestra tierra. Entonces podríamos amar ese tractor igual que amamos esta tierra cuando era nuestra. Pero el tractor hace dos cosas: remueve la tierra y nos expulsa de ella. Apenas hay diferencia entre el tractor y un tanque. Los dos empujan a la gente, la intimidan y la hieren. Hemos de pensar en esto».

A continuación llegaron los hombres. Los hombres que son como los hombres heridos pero que no son los hombres heridos. Los hombres cuyo cometido es herir pero que no quieren herir. Los hombres que representan algo mayor que ellos y en cuyo representado depositan el descargo de sus conciencias. Herir o ser herido. «Bueno, todos tenemos que ganarnos la vida». Sí [...]. Pero preferiría que hubiera alguna forma de hacerlo que no fuera a costa de otro».

«Lo sentimos. No somos nosotros, es el monstruo. El banco no es como un hombre.Sí, pero el banco no está hecho más que de hombres.No, estás equivocado, estás muy equivocado. El banco es algo más que hombres. Fíjate que todos los hombres del banco detestan lo que el banco hace, pero aún así el banco lo hace. El banco es algo más que hombres, créeme. Es el monstruo. Los hombres lo crearon, pero no lo pueden controlar».

Y los hombres heridos se quedaron abatidos y se pusieron de cuclillas. Y las mujeres de los hombres heridos se mantuvieron a distancia y observando. Y los niños de esos hombres y mujeres dejaron de alborotar y se pusieron a observar asimismo a sus madres. Y las mujeres suspiraron con alivio porque supieron que sus hombres no estaban vencidos. Porque «que le hieran es lo que hace que la gente se enfurezca hasta el punto de luchar», de moverse, de avanzar. Y los niños dejaron entonces de mirar a sus madres y se pusieron a jugar y volvieron a sus quehaceres de niños.

Enseguida comenzó el éxodo. El viaje de una familia que no puedo evitar que me recuerde a Mientras agonizo de William Faulkner. Miles y miles de familias, coches, camiones y remolques. Miles y miles de personas que forman millones. Una procesión de hormigas humanas cansadas y hambrientas. «Gente huyendo del terror que queda atrás... le suceden cosas extrañas, algunas amargamente crueles y otras tan hermosas que la fe se vuelve a encender, y para siempre». 

Así, de esa manera, los hombres, las mujeres y los niños que transitan por esa carretera «dejaron de ser granjeros para convertirse en emigrantes. Y la reflexión, el planear, los largos silencios de mirada fija que habían ido a los campos, se dirigieron ahora a las carreteras, a la distancia, al oeste. El hombre cuya mente había estado ligada a los acres, vivía con estrechas millas de asfalto. Y sus pensamientos y preocupaciones no tenían ya como objeto la lluvia, el viento y el polvo, el crecimiento de las cosechas. Los ojos miraban los neumáticos, los oídos escuchaban los ruidosos motores y las mentes luchaban con aceite, gasolina, con la goma que se iba adelgazando entre el aire y la carretera. Entonces un engranaje roto equivalía a una tragedia. Por la noche, el agua y comida sobre un fuego eran el anhelo. Entonces lo necesario era la salud para poder continuar, y la fuerza y el ánimo. Las voluntades viajaban hacia el oeste delante de ellos y los temores una vez asociados con la sequía o la inundación, se cernían ahora sobre cualquier cosa que pudiera detener el largo viaje hacia el oeste».

El mar no se abre para esta marea humana, a excepción de esos momentos en los que la fe se vuelve a encender. En este éxodo solo hay una larga carretera que cruza el país de este a oeste hasta alcanzar la tierra prometida y, antes de esta, un desierto. 

Las uvas de la ira - John Steinbeck

El Dust Bowl fue un período de persistentes sequías que dañó enormemente la agricultura de la zona
comprendida entre el golfo de México y Canadá, cebándose principalmente con los Estados Unidos.
Años de sobrexplotación del terreno, expuesto ahora a la acción de fuertes vientos, ocasionaron que
se levantaran grandes nubes de polvo que llegaron incluso a tapar el sol, lo cual se convirtió en un
enorme desastre ecológico. El fenómeno ocasionó la migración de tres millones de personas, hecho
que agravó la Gran Depresión que el país estaba sufriendo desde el Crack del 29.
En la imagen: un granjero y sus hijos caminando contra una tormenta de polvo, Cimarron County,
Oklahoma, USA. Fotografía de Arthur Rothstein en dominio público. Fuente: Library of Congress.


Tras el éxodo, aconteció la llegada a la tierra prometida, que, más que promesa, resultó ser fruto envenenado.
«Hubo un tiempo en que California perteneció a México y su tierra a los mexicanos; y una horda de americanos harapientos la invadieron. Y su hambre de tierra era tanta, que se la apropiaron: se robaron la tierra de Sutter, la de Guerrero, se quedaron las concesiones y las dividieron y rugieron y se pelearon por ellas, aquellos hambrientos frenéticos; y protegieron con rifles la tierra que habían robado. Levantaron casas y graneros, araron la tierra y sembraron cosechas. Estos actos significaban la posesión y posesión equivalía a propiedad. Los mexicanos estaban débiles y hartos. No pudieron resistir, porque no tenían en el mundo ningún deseo tan salvaje como el que los americanos tenían de tierra. Luego, con el tiempo, los invasores dejaron de ser tales para convertirse en propietarios; y sus hijos crecieron y tuvieron sus hijos en esa tierra.Y el hambre, aquella hambre salvaje, que les corroía y les desgarraba, el hambre de tierra, de agua y campo y buen cielo cubriendo todo, acabó por dejarles, hambre de hierba verde en continuo empuje hacia arriba, de raíces engrosadas. Poseían estas cosas tan completamente, que ya no pensaban en ellas. Ya no tenían ese deseo vehemente, que les desgarraba el estómago, de tener un acre fértil y una reja brillante para ararlo, simiente y un molino agitando sus aspas en el aire. Ya no se levantaban en la oscuridad para oír el primer piar de los pajarillos adormilados, y el viento de la mañana alrededor de la casa, a la espera de la llegada de la primera luz que cayera sobre los preciosos acres. Estas cosas se perdieron, las cosechas se calcularon en dólares y la tierra se valoraba en capital más interés, las cosechas eran compradas y vendidas antes de estar plantadas. Entonces, la pérdida de la cosecha, la sequía y la inundación dejaron de ser pequeñas muertes en vida y se convirtieron sencillamente en pérdidas monetarias. El dinero fue mermando el amor de aquellas gentes y su carácter indómito se disolvió gota a gota en los intereses hasta que de ser granjeros pasaron a ser pequeños tenderos de cosechas, pequeños fabricantes que debían vender antes de hacer. Entonces los agricultores que no eran buenos comerciantes perdieron su tierra, que fue a parar a manos de comerciantes competentes. Por más inteligente que fuera un hombre, por más ternura que sintiera por la tierra y los cultivos, si además no era buen comerciante, no podía sobrevivir. Y conforme pasó el tiempo, los hombres de negocios se fueron quedando las fincas y éstas se hicieron más extensas, pero al propio tiempo hubo un menor número de ellas».«Y llegó el día en que los propietarios dejaron de trabajar sus fincas; cultivaron sobre el papel, olvidaron la tierra, su olor y su tacto, y sólo recordaron que era de su propiedad, sólo recordaron lo que les suponía en ganancias y pérdidas».

Las uvas de la ira - John Steinbeck

La mítica Ruta 66 cruzaba los Estados Unidos en casi su totalidad de este a oeste.
Por ella se desplazaron los emigrantes que viajaban hacia el oeste huyendo de la devastación de las tormentas de polvo.
En la imagen: la Histórica Ruta 66 a su paso por Ludlow, California. Fotografía de Tony Webster bajo licencia CC BY-SA 2.0.


Y llegó otro día en que los hombres heridos llegaron a esa tierra prometida a que siguieran hiriéndolos. Y pudiera ser que los habitantes de esa tierra hubieran crecido escuchando contar a sus abuelos «lo fácil que es robarle la tierra a un hombre débil si posees fiereza, y estás hambriento y armado». El caso es que esos nietos sienten miedo y el miedo engendra odio. Los propietarios detestan a los recién llegados porque hacen peligrar su hegemonía. Los banqueros y gentes importantes los desdeñan porque no pueden conseguir ningún beneficio de ellos. Los comerciantes los miran mal porque no obtienen de ellos ninguna ganancia. Y los trabajadores recelan de ellos porque «un hombre hambriento debe trabajar, y si debe trabajar, si tiene que trabajar, automáticamente se le paga un salario más bajo; y entonces nadie puede ganar más». El miedo engendra odio y el odio, vergüenza, la cual a su vez engendra más odio, pues es más fácil mirar mal al otro que a uno mismo.

Sucedió así que la llegada a la tierra prometida no supuso el fin del éxodo ni de la migración. Porque sucede que uno puede ser inmigrante en su propio país, pues un inmigrante es aquel a quien nadie quiere, es decir, aquel en quien nadie se quiere ver ni convertir.

«Este es un país libre. Cada uno puede ir donde le apetezca».«Bueno, intente comprar la libertad. Por aquí decimos que un tipo tiene tanta libertad como su dinero le permite comprar».

Y sucede así que me da por pensar en los refugiados zimbabuenses en la Sudáfrica del post-apartheid que Nadine Gordimer me regaló en Mejor hoy que mañana. Y pienso que está bien que sea así. Pienso que es oportuno mi abandono momentáneo del dolor y la injusticia causados por la Gran Depresión de los años treinta, que, más que abandono (cómo abandonar una ambientación y una inmersión en la historia tan magníficas), ha sido una simbiosis entre épocas y lugares porque lo que John Steinbeck me cuenta en su enorme novela Las uvas de la ira es, ni más ni menos, la historia de la especie humana (si se quiere avanzar hacia el futuro en esa historia, leer el magnífico ensayo de Miguel Pajares Refugiados climáticos), una historia demasiadas veces desoída.

«Y  los grandes propietarios, los que deben ser desposeídos de su tierra por un cataclismo, los grandes propietarios con acceso a la historia, con ojos para leer la historia y conocer el gran hecho: cuando la propiedad se acumula en unas pocas manos, acaba por serles arrebatada. Y el hecho que siempre acompaña: cuando hay una mayoría de gente que tiene hambre y frío, tomará por la fuerza lo que necesita. Y el pequeño hecho evidente que se repite a lo largo de la historia: el único resultado de la represión es el fortalecimiento y la unión de los reprimidos. Los grandes propietarios hicieron caso omiso de los tres gritos de la historia. La tierra fue quedando en menos manos, aumentó el número de los desposeídos y los propietarios dirigieron todos sus esfuerzos a la represión. El dinero se gastó en armas, y en gasolina para mantener la vigilancia en las enormes propiedades y se enviaron espías que recogieran las instrucciones susurradas para la revuelta, de forma que ésta pudiera ser sofocada. La economía en proceso de cambio fue ignorada, al igual que los planes del cambio; y sólo se consideraron los medios para extinguir la revuelta, mientras persistían las causas de la misma».

Las uvas de la ira - John Steinbeck

Con el nombre de Hooverville se designaban los asentamientos irregulares construidos por las personas sin hogar en los Estados Unidos durante la Gran Depresión. El nombre se puso en deshonor a Herbert Hoover, presidente del país por aquel entonces.
En la imagen: Hooverville en Bakerfield, California. Fotografía de Dorothea Lange sin restricciones de copyright conocidas.
Fuente: Library of Congress.

«Tú no eres más que una persona y hay otras muchas». Los Joad no son más que una familia y hay otras muchas, pero son los Joad la familia que Stenbeick elige para contar esta historia de personas formadas por muchas familias en la que no importa cada una de ellas sino el conjunto de todas. Porque las personas mueren pero «la gente sigue adelante... cambiando un poco, quizá, pero siempre adelante». «Todo lo que hacemos me parece que está encaminado a seguir adelante [...]. Incluso estando hambrientos... incluso estando enfermos; algunos mueren, pero los que quedan se hacen más fuertes». «Si te paras a escuchar, podrás oír un movimiento, un deslizarse, un roce y... una inquietud».
«Y me puse a pensar, sólo que no era pensar, sino algo más profundo. Pensar en cómo éramos sagrados cuando éramos una unidad y en que la humanidad era sagrada cuando era una. Y sólo dejaba de serlo cuando un tipejo miserable se impacientaba y dejaba la unidad para seguir su propio camino, revolviéndose, arrastrando y peleando. Un tipo de esos deshacía la santidad. Pero cuando todos trabajan juntos, no una persona por otra, sino cada uno uncido al conjunto, eso es lo correcto y es sagrado. Y entonces pensé que ni siquiera sabía lo que quería decir con la palabra sagrado».

«Y entonces se desató la tormenta». «Y al principio la tierra seca absorbió la humedad y se ennegreció. Durante dos días bebió la lluvia la tierra, hasta que ésta se saturó». Y si creyera en Dios pensaría que este llora apiadado por la tierra y que con su ira acuática azota a sus hijos por lo que han hecho con ella. Pero me temo que, de creer en algún dios, este se parecería más a la sagrada unión de la que me habla Steinbeck en esta novela, a esa humanidad capaz de lo mejor pero también de lo peor.

Al principio fue la tierra. Antes del diluvio, antes de la tierra prometida, antes del éxodo, antes del encuentro entre hombres que se parecen más entre sí de lo que imaginan, antes de los tractores, antes del polvo, fue la tierra. Una tierra Madre capaz de amamantar a todos y cada uno de sus hijos con sus frutos para que ninguno de ellos perezca de hambre. La tierra engendra vegetales, animales y esos otros animales que nos hacemos llamar hombres. Sucede que los hombres nos las ingeniamos para poseer la tierra, los vegetales, los animales y para convertir en desposeídos a los propios hombres. Suceden paradojas como que a «un hombre que tiene un tiro de caballos, que los usa para arar y cultivar y segar, a él nunca se le ocurriría dejarlos que se murieran de hambre cuando no están trabajando» mientras que, en cambio, mira para otro lado mientras mueren hombres de inanición porque no pueden ganarse un jornal. Como que «los frutos de las raíces de las vides, de los árboles, deben destruirse para mantener los precios» y que «hombres que pueden hacer injertos en los árboles y hacer la semilla fértil y grande, no saben cómo hacer para dejar que gente hambrienta coma los productos. Hombres que han creado nuevos frutos en el mundo no pueden crear un sistema para que sus frutos se coman». «Eso es un crimen que va más allá de la denuncia. Es una desgracia que el llanto no puede simbolizar. Es un fracaso que supera todos nuestros éxitos. La tierra fértil, las rectas hileras de árboles, los robustos troncos y la fruta madura. Y niños agonizando de pelagra deben morir por no poderse obtener un beneficio de una naranja. Y los forenses tienen que rellenar los certificados —murió de desnutrición— porque la comida debe pudrirse, a la fuerza debe pudrirse».

Suceden paradojas como que la tierra prometida existe desde antes que existiera el hombre. «Tenemos que reflexionar. Tiene que haber un modo de poner fin a esto. No es como una tormenta o un terremoto. Esto es algo malo hecho por los hombres». Tenemos que reflexionar y actuar en consecuencia. Me resulta difícil tener fe cuando tantas veces hemos ignorado los gritos de la historia. Mas, si no lo hacemos, solo nos queda encomendarnos al dios de la ira. Claro que suceden paradojas como que muchas veces la ira es lo único que nos mantiene en pie y nos permite no solo continuar sino emprender otra dirección. Como que la ira es lo que obra la omnipresencia y omnipotencia humana.

«Entonces estaré en la oscuridad. Estaré en todas partes... donde quiera que mires. En donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré. Donde haya un policía pegándole a uno, allí estaré. [...] estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma los productos que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré».

Las uvas de la ira - John Steinbeck

Familia texana de granjeros que emprendió rumbo a California durante
la Gran Depresión en busca de trabajo como recolectores de frutas.
Fotografía de Dorothea Lange bajo licencia CC0 1.0. Fuente: New York Public Library.


Ficha del libro:*Título: Las uvas de la iraAutor: John SteinbeckTraductora: María Coy GirónEditorial: AlianzaAño de publicación: 2019 (1939)Nº de páginas: 688ISBN: 978-84-9181-359-0
*La ficha bibliográfica y la imagen de portada corresponden a la edición de Alianza editorial de 2019, traducción de María Coy Girón. El ejemplar que yo he leído es una edición de Planeta DAgostini de 2003, también traducción de María Coy Girón.
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