Revista América Latina

"Las vacas flacas del Apocalipsis", un cuento de J.J. Maldonado

Publicado el 09 diciembre 2020 por Apgrafic
LVFDA. Relato hiperrealista que se contextualiza en la periferia limeña de Ñaña.

"La vacas flacas del Apocalipsis" es un cuento que se apoya en el universo zombi para presentarnos un drama humano que fluctúa entre el racismo, la venganza y la paranoia. Escrito por J.J. Maldonado y publicado en 2020 en el libro "El demonio camuflado en el asfalto" (Editorial Revuelta). Para descargarlo completo haz clic AQUÍ.

El sol y la tristeza del mundo caían en mi cara mientras abajo, en la primera base del camión, cerca de las puertas y el capó, un grupo de zombis pugnaba por llegar al techo y comerme, a mí, a la carne negra de Ñaña. Estaba en esa situación desde el mediodía, aceptando los rayos del sol como lamas de vidrio incrustándose en mi piel, asqueado de mi mala suerte tras haber perdido una vez más el rastro de Sirius y tras haberme dejado acorralar por una jauría de muertos vivientes al resbalar de mi motocicleta.

Sí, allí estaba yo, bronceándome y observando cómo las nubes fluían sin alterarse hacia el borde de los cerros. El cielo, allá arriba, parecía una enorme costra roja, y las casas destacaban oscuras contra él, monstruosidades bulbosas de color bilioso y de una fealdad uniforme, muchas de ellas manchadas de sangre, mierda y grafitis.

Era cierto que para nosotros, los pandilleros, Ñaña siempre había sido pequeña, concéntrica, pero ahora, con la ocupación de los zombis, el pueblo parecía enorme, casi un continente entero, y aquella misteriosa expansión creaba un contexto difícil de sortear a la hora de movernos por la zona, una zona tan llena de arboledas, acequias, eriales y crisolitos regados en la tierra. No quiero excusarme ahora, pero estoy seguro de que fue precisamente aquella hosquedad geográfica la que me impidió atrapar a Sirius y terminar de una buena vez con mi cacería que se prolongaba desde las épocas sin zombis, cuando todos los pandilleros vivíamos tranquilos y cuando nuestro único problema eran las batidas policiales.

Por entonces yo pertenecía a Los Kagas, una banda de negros adolescentes y rabiosos, hartos de ser tratados como la mierda del pueblo . Sirius, dos o tres años mayor que yo, era el cabecilla de Los Meas, un grupo de mestizos que se creían la última cagada de Ñaña, es decir, una copia blasfema de los nazis o del KKK. También existían, por supuesto, otras pandillas tan feroces o territoriales como nosotros. Allí estaban Los Sierras, formado por los serranos y cholones del pueblo; Los Chupetones, por los maricas de Ñaña; Las Clickers, por adolescentes feminazis; Los BwBw, por skaters punk y, finalmente, Los Buguis, pandilla constituida únicamente por niños que, en manada, eran tan letales como hienas. Todos, en conjunto, vitalizábamos el pueblo, dándole cierto relieve y protección a nuestra vida adolescente.

Si no recuerdo mal, yo entré a Los Kagas buscando una identidad, pero poco a poco fui entendiendo que mi identidad ya había sido hallada desde que tuve uso de razón, y esta trataba —básicamente— de mi color de piel. En efecto, yo era la carne negra de Ñaña y eso en lugar de avergonzarme se convertía en mi soberanía y única elegancia. Pero no siempre fue así. Al principio sufrí los insultos y provocaciones de la gente en la escuela. Me gritaban negro. ¡Negro! ¡Negro! ¡Negro sucio! ¡Negro concha tu madre! ¡Negro mama! Y yo retrocedía, preguntándome: ¿acaso soy realmente negro? Entonces era demasiado temprano para tener una respuesta, de modo que cuando Sirius y el resto de los niños me decían negro, me sentía negro como ellos querían. Y, por supuesto, fui negro, muy negro, y odié mi piel, mi pelo afro, mis labios gruesos y morados, odié las palmas de mis manos, amarillas, y odié mis uñas, sobre todo odié mis uñas, casi plateadas y perennemente rudas.

Sirius, lo puedo jurar, fue el responsable de mi odio. No solo me insultaba, sino también me perseguía y humillaba. Una tarde me atrapó junto a su pandilla y me arrastró hacia el río, donde me obligó a desnudarme y a revolcarme en la mierda de las vacas para que —según él— se me quitara el color. Pero como la negrura jamás se me quitó, Sirius, quien ya estaba ingresando al siguiente nivel delictivo, se volvió loco e intentó violarme, aunque felizmente sus amigos lograron disuadirlo a tiempo, el muy hijo de puta.

Para no quedarse con las ganas, Sirius, el futuro líder de Los Meas, sacó una navaja y me marcó la siguiente letra en el pecho:

N

Lee el cuento completo "Las vacas flacas del Apocalipsis". 


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