El 6 de julio de 2006, a las 12:45 horas de la mañana, me encontraba a 54 metros de profundidad con la única ayuda de mi monoaleta y el aire que me llenaba los pulmones. Tenía por delante 54 metros de ascensión y mi vida en juego. Ante este panorama, podía sentir pánico y ascender lo más rápidamente posible, lo que provocaría un aumento de mis pulsaciones y agotar el oxígeno de mis pulmones antes de llegar a la superficie. La clave para no actuar así está en el foco y en el entrenamiento repetitivo, que te ayudan a mantener la serenidad y, como consecuencia, evitan que mueras en el intento. El entrenamiento me permitió subir lo más relajado posible diciéndole a mi mente que disfrutara de la sensación de deslizarse en el agua, de entrar en comunión con el elemento de fluir. Quince metros, diez metros, cinco, tres, uno… sales despedido como una boya y tu cuerpo sobresale del agua hasta la cintura... en ese momento tomas una bocanada de agua que es tu reconexión con la vida. Misión cumplida... ese día batí mi récord y mi marca personal: tardé 3 min 24 s en bajar y subir, pero, para lograrlo, estuve prácticamente cuatro años entrenándome.
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