Revista Cine
Creo que sucedió en 1984 (o quizá 1985): vi en casa de uno de mis primos una novela titulada El mejor (The Natural), con el cartel de la película del mismo título de portada, en la que aparecía Robert Redford con chaqueta y sombrero. No sé si leí el libro antes o después de ver el filme. Lo que sé es que me fascinó. En aquel tiempo ni siquiera me fijaba mucho en los nombres de los autores. Décadas después he sabido que aquella novela la escribió Bernard Malamud.
El rescate de este autor viene de la mano de dos editoriales: Lumen publicará este año sus Cuentos completos. Sajalín Editores ha reeditado, en una nueva traducción sin censuras y con prólogo de Rodrigo Fresán, Las vidas de Dubin. A priori, sus 578 páginas acojonan un poco. Pero que nadie se asuste. La historia del biógrafo William Dubin, durante varios años en los que lucha para sacar adelante una biografía sobre D. H. Lawrence, engancha desde el principio. La prosa de Malamud seduce. Su protagonista cita continuamente frases de otros escritores y cuenta sus historias: las de Thoreau, Mark Twain, Lawrence, etcétera. Es una novela sobre la crisis de la mediana edad. Dubin tiene dos hijos que ya han emigrado del nido. Está casado con una mujer a la que ama, pero con la que permanece más por conveniencia que por amor. Al principio del libro conoce a una veinteañera y, tiempo después, se convertirá en su amante. Las mentiras, los agobios, el querer en cada momento lo que uno no tiene a su alcance (Dubin añora a su mujer cuando está con su amante; y viceversa), el sexo, los gatillazos, el clima de desencanto que originaron el caso Watergate y la guerra de Vietnam, la preocupación por los hijos, el bloqueo del escritor… Todos esos temas, y muchos más, están reflejados en el libro. Dubin es un cabrón, pero sin embargo nos cae bien. Es el reflejo de esos genios que, no obstante, llevan vidas turbulentas y apasionadas. Dice Fresán que es el libro más autobiográfico de Malamud. Yo lo recomiendo con la misma pasión que pone Dubin en sus distintas vidas.
Se cruzaban por la escalera como dos extraños –aunque a veces ella lo rozaba al pasar– y Dubin notaba su cabello en el antebrazo. Luego regresaba a su despacho y se sumía en el trabajo para hacerla desaparecer arrastrada por la corriente de los hechos. Si advertía su presencia al otro lado de la puerta, nunca abría. Pensaba mucho en el beso. Desde entonces Fanny había dado la vuelta a la situación y, lejos de evitarle, le concedía algunas satisfacciones: las pequeñas victorias de la vida. Pero mientras él estaba trabajando, el despacho era sagrado. Avanzaba en el capítulo, experimentando una sensación de placer futuro, saboreando las alegrías del progreso, de la obra que construye un orden, agradecido al yo que mejor le servía.
[Traducción de Pepa Linares]