Arena y Mar
(Fotografía: Miguel A. Brito)
En mi primer día de trabajo me preguntan sin cesar, ¿qué tal las vacaciones?, ¿desconectaste? ¿A ti, lector, no te pasa? Esa palabra, “desconectar” siempre se presenta como el ansia eterno del ocioso veraneante. ¿Desconectar de qué, del trabajo, o acaso de lo que somos durante todo el año? Ante esa pregunta no puedo evitar pensar, ¿qué triste, no? Qué triste once meses de sufrir esperando tener la tregua de un mes de "desconexión". Qué vida tan pobre. A mí me ha pasado. Muchas veces me he planteado las vacaciones como una huída de lo cotidiano. Daba igual el lugar y el precio, pero que fuera lo más lejos y distinto de mi vida que mi sueldo fuera capaz de pagar. Sin embargo, por muy lejos que me fuera, siempre me esperaba, cruel, recurrente, impasible, el primer día de trabajo. Me recibía con una bofetada para decirme que por muy bonito que hubiera sido el sueño (porque mis vacaciones eran eso, un sueño), la realidad era otra, ésta, la del día a día, la de los problemas, las facturas, los atascos, los malos humores, las incertidumbres del mañana,…
Este año, las vacaciones me las planteé distintas, no como una huída sino como una búsqueda. Me costó, no crean. Buscando me encontré con cosas que había imaginado que existían, pero que pocas veces había podido encontrar. Encima gasté poco, no había que irse lejos, no huía de nada. Sólo dejaba una vida aparcada (la cotidiana) y empezaba otra (cotidiana también). Así, buscando, me encontré con muchas cosas y descubrí otras tantas.
Descubrí que cuando se tiene poco tiempo para reunir a los tuyos cada momento tiene que durar, por ley, una eternidad. Así me lo propuse y, por ejemplo, hicimos alguna reunión en el césped sin mirar el reloj, y encontré que una tarde tirado en ese tapete verde bien vale el esfuerzo de tenerlo preparado durante todo un año: como una alfombra que peinas a diario esperando a que un día se siente el culo de un Rey, el mío, sin ir más lejos.
También encontré que decir ¡no!, a lo establecido, vacación tras vacación, porque “es lo que hacemos todos los años” y “¿cómo no vamos a ir?” es un buen ejercicio. No pasa nada, nadie te cuestiona, todo se olvida. Somos nosotros mismos los que nos decimos muchas veces “es lo que tenemos que hacer, porque si no ¿qué dirán?”, tan solo por la comodidad de no pensar, de no buscar, de dejarnos llevar por lo que quieren otros y no ser capitanes de nuestros propios deseos. Esa liberación te da muchas dioptrías para mirar lejos y encontrar que el mundo es enorme, que, por ejemplo, los amigos siempre tienen otra mirada por descubrir. Que irte al final de la carretera, a ese punto recóndito donde no hay más escapatoria que tirarse al mar y nadar, te obliga a buscar y encontrar la mirada de los demás, de los tuyos, de ti mismo, de verte atrapado en sus ojos. En esa mirada inevitable, encuentras que, aunque tengas en la mente archivados prejuicios e ideas preconcebidas, no hay mayor certeza que la que tienes delante: los pensamientos sobre los demás son libros que escribimos cada día.
También volé, y descubrí que Madrid no es aburrida en agosto, ni hace mucho calor, ni está llena de guiris. No, no es cierto, es un bulo que corre por ahí, una leyenda urbana alimentada por aquellos que huyen del ruido. Allí encontré lo que siempre había pensado, que el mundo no está lleno de gente mala, que siempre hay un ángel que se te aparece y te regala deseos que no has llegado, ni tan siquiera a verbalizar o que un paseo casual termina convirtiéndose en un sueño realizado.
Más cosas. Encontré que no hay que esconderse de los compañeros del trabajo en vacaciones, que no, que todos tenemos ese lado interesante que mostrar y que esos compañeros se transforman en excelente compañía para un brindis con cervezas o una tarde de mar. Mar, siempre el mar. Este verano ha estado muy presente, con puestas de sol para todos los gustos, en mi cara y a mis espaldas, también de costado: la tierra es redonda, créanme, no es plana, por eso todo en esta vida no todo es a cara o cruz, siempre podemos dar un rodeo. Lo descubrí también este verano. Por eso es tan enriquecedor vivir en este mundo romo.
Encontré que para seguir queriendo no hay más secreto que seguir buscando. Si buscas encuentras que hay muchas razones para no querer y otras tantas, muchas más para seguir queriendo. Pero hay que buscar cada día para encontrar lo que quieres, y si lo hallas, te aseguro que es el mejor de los descubrimientos. Como lo de que no es lo mismo bañarse en el mar con ropa que desnudo, eso también lo descubrí. Desnudos nos volvemos absurdos, grotescos, pero si perdiendo la ropa pierdes la vergüenza de mostrar las curvas de los años, volvemos a ser niños otra vez, sin prejuicios, auténticos, únicos y libres, y el mar ese día me recibió acariciándome sin piedad, lamiéndome como si llevara toda la vida esperando para hacerlo. Después de este verano sé que “el mar” no es él sino ella, “la mar”, no me cabe la menor duda.
Sí, todo eso me encontré solo porque lo busqué. Cuando empecé las vacaciones no huía, buscaba. Ahora que he vuelto me queda seguir buscando que es de lo que se trata: buscar en lo cotidiano para encontrar razones porque es aquí donde vivo la mayor parte del año.
Merece la pena buscar.